EVOCACION

“…girón, tltelolco, trelew, pando, la moneda…”

“No te quedes inmóvil
al borde del camino…”

“Quieren que me refugie en vos
palabra blanda…”

“…no me sirve tan mansa
la esperanza…”


“…que golpee y golpee
hasta que el poeta
sepa
o por lo menos crea
que es a él a quien llaman.”

“Porque te tengo y no…”


Porque te voy a evocar por cada vez que evoque mi adolecer en un país acuartelado, por cada vez que cruce el charco, por cada vez que visite a mis amigos de la calle Lituania.
Te voy a tener presente cada vez que intente ser poeta, y me sienta amenazada por la silaboba.
Porque me sirve tu sendero / compañero, para saber que es a mí, a quien llaman.
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Francisco

Francisco no aparecía, pero esta vez su hermana Gladis intuía –o sabía- que su desaparición no era una simple ausencia más del barrio, como otras que solían caracterizar la inestable forma de vida de su hermano.

Y no se equivocaba: después de veinte días, tras la denuncia por su desaparición, los restos del hombre de 58 años aparecieron enterrados en un predio abandonado cercano a la casa de Vilma, la mujer con la que mantenía una relación sentimental. El cuerpo presentaba un golpe que le deformó el cráneo y estaba literalmente partido al medio. Envuelto en una frazada vieja, había sido escondido a no más de un metro bajo tierra. Con el transcurrir de los días el olor comenzó a molestar a los vecinos y a inquietar al perro de Francisco, que hurgó la tierra en el lugar hasta que la policía dio con el cuerpo en estado de descomposición. Durante los primeros días en que no se encontraban rastros de él, Vilma seguía frecuentando los mismos lugares habituales. Pero una vez que la policía descubrió el cadáver, esa misma mañana, Vilma ya no estaba, y, aunque sus familiares y amigos no perdieron el contacto con ella, hasta el día de hoy la mujer se mantiene prófuga de la justicia, sospechada de asesinato. Los vecinos, más allá de algunas anónimas confesiones, acompañaron los hechos –y protegen a Vilma- con silencio cómplice.



I-
Gladis fue la única que se movió cuando la noticia de que habían matado a su hermano recorrió el barrio. Habló con algunos de los pocos vecinos que tenían cierta amistad o una impresión benévola sobre el difunto; se presentó en el Centro Comunitario donde Francisco estaba registrado para recibir ayuda social, y que frecuentaba; y sin esperar demasiado, ante la gravedad de lo que muchos comentaban, al segundo día fue a la comisaría y denunció lo que para ella ya era una certeza: “esa negra de mierda lo mató”.
De algo más de treinta años, alta y delgada, desde adolescente Gladis lleva su cabellera con un descuidado teñido a rubio. Debajo de su cutis maltratado por una vida dura, se adivina a una bella mujer. Es difícil pensar que haya hecho la denuncia confiando en la policía o la justicia: el hermano y su cuñado venían de cumplir largas condenas en prisión y toda su familia estaba signada por historias al margen de la legalidad.
Aunque en un barrio como La Fe no hace falta ser delincuente para estar en conflicto con la ley y el orden. Las primeras casas se asentaron tras la ocupación ilegal de unas tierras desabitadas en Monte Chingolo, la zona más pobre de Lanús, en el Gran Buenos Aires. Desde el comienzo la ocupación había sido reprimida por la misma policía a la que los vecinos ahora deben acudir. La marginalidad que caracteriza a gran parte de los vecinos (aún a los que mantienen un trabajo estable o una vida que intenta ser digna) los convierte en sospechosos permanentes, y objeto de razzias, detenciones en muchos casos arbitrarias y violencia policial, cuando no directamente en víctimas del gatillo fácil, método por el cual más de un joven del lugar fue asesinado en los últimos tiempos.
Llegar a la comisaría a hacer la denuncia tiene que haber sido, para Gladis, un paso desesperado. O resignado, más bien.

II-
Francisco, el muerto, había llegado al barrio donde vivían sus familiares y algunos otros conocidos recién en el 2002. Treinta y dos de sus cincuenta y ocho años los vivió detenido en el Penal de máxima seguridad de Sierra Chica, donde fue recluido en el año 70 para purgar una pena por robo seguida de muerte, agravada por delitos similares anteriores. Cuando cumplió su condena fue a buscar cobijo al único lugar donde podían ayudarlo, y consiguió una casilla de madera en la zona más precaria del asentamiento, la parte “baja” del barrio. A pocas cuadras vivían su hermana Gladis y su mamá ya fallecida, una de las primeras familias que luchó por consolidar la ocupación y conseguir que lleguen al flamante asentamiento los servicios básicos como la luz y el agua. Hoy, a dieciocho años de su fundación, La Fe tiene casi todas sus calles asfaltadas, aunque sin veredas. Con excepción de las callecitas de la parte del fondo, donde Francisco se instaló: allí las casas siguen siendo de chapa, madera y cartón, y las calles de barro y piedras.
El hombre, a primera vista, no transmitía precisamente miedo: flaco, petiso y pelado, frecuentaba a los pibes que “andaban en la joda”, los pibes chorros, y si no fuera por sus facciones avejentadas, parecía uno más. También se lo podía ver presenciando algunas asambleas vecinales en el Centro Comunitario, incluso opinando sobre los problemas del barrio. Gladis lo defiende: “Él estaba bien, había cambiado, si hasta cuando murió mamá me dijo que ya no quería más joda, por eso le dije que se acerque al Centro Comunitario y haga buena letra”. Pero su fama en el barrio era difícil de revertir: aún más allá de sus historias de pistolero y los largos años en prisión, quienes mejor conocen el mapa barrial del delito aseguran que Francisco no sólo se juntaba con los pibes chorros: los más viejos hablan de él con resentimiento, ya que, dicen, de un tipo grande y con su historia se podría haber esperado que transmitiera a los pibes más jóvenes “algunos códigos, como eso de que en el barrio no se jode, que las cagadas se hacen afuera, pero Francisco se bajó al nivel de ellos y los mandaba a afanar a los vecinos”. Él mismo solía reconocer que “antes” había matado, robado y violado, y por eso había estado tantos años preso. Incluso en el imaginario barrial pervive la leyenda que cuenta que, cuando en 1996 ocurrió uno de los motines más sangrientos de la historia carcelaria argentina que terminó con 13 reclusos muertos y sus cuerpos “cocinados” en el horno de la panadería del penal y servidos a los demás presos como ingredientes de empanadas, Francisco había sido uno de los cabecillas después conocidos como “los 12 apóstoles”. Leyenda, porque los registros de la época no lo señalan entre los organizadores de la revuelta, que fueron todos identificados y juzgados. Pero eso no importa para el folclore barrial, muchas veces necesitado de historias que, aún desde la tragedia y el salvajismo, le otorguen algún rasgo de notoriedad a una realidad social signada por el olvido y la exclusión.
Su fama de violador, en cambio, hasta el incidente con Vilma no había sido corroborada en los últimos años. Pero con un prontuario como el que el propio Francisco confirmaba, resultaba imposible zafar del estigma.

III-
“La Negra Vilma no es precisamente una santa”, dice muy suelta su vecina Marta, a pesar de ser su amiga.
De una edad indeterminada pero que se adivina cercana a los 40, con seis hijos a cuestas y habiendo perdido el rastro de los distintos padres de los crios, “la Negra” se las arreglaba como podía –en realidad, como había aprendido - en una situación que le ofrecía difíciles alternativas de sobrevivencia y nulas posibilidades de futuro.
Dos años atrás había llegado a La Fe, consiguiendo por pocos billetes una casilla de chapa en la misma zona del barrio donde ya estaba asentado Francisco. A diario resolvía la alimentación de los cuatro hijos más chicos que aún tenía a su cargo trabajando por las mañanas en el comedor popular del Centro Comunitario, y ocupaba el resto del día llevando y trayendo a los más chiquitos a la escuela, y buscando alguna otra tarea que le sumara unos pesos a su deprimida economía familiar. En un contexto de violencia y desesperación, había aprendido a hacerse respetar a fuerza de peleas, despuntando las uñas o blandiendo un cuchillo tramontina, como cuando una discusión que ya nadie recuerda por qué empezó, terminó con una batahola en la calle que tuvo a “la Negra” como contendiente victoriosa, y así se hizo conocer a los pocos meses de haber llegado al barrio.
Seguramente haya sido ese carácter lo que atrajo la atención de Francisco, que comenzó a frecuentarla y asumirla como “su” pareja. Vilma lo dejaba que la visitara por las noches, que pasaban a veces en la intimidad, a veces con vinos y amigos, y otras, con ruidosas escaramuzas que terminaban en enojos y portazos. Pero hasta la trágica pelea final, esos bochinches nocturnos no desentonaban con la cumbia a todo volumen, otros griteríos o los disparos en alguna esquina que no eran extraños en las noches de la parte baja del barrio.

IV-
Lo cierto es que Francisco desapareció la noche del 14 de mayo de 2005 (aunque casi nadie en el lugar se muestra interesado en precisar fechas y detalles, Marta recuerda la fecha exacta porque coincidió con el cumpleaños de su hija menor). Y cuando días después encontraron su cuerpo, la que no volvió a aparecer por el barrio fue Vilma. Es verdad que “la Negra” últimamente se sentía mejor acompañada por su vecino “el Mono” que por Francisco, situación que el finado toleraba, no sin protestas. En estas vidas al margen nada es estable y para siempre, ni siquiera los afectos. Tal vez haya sido esa sensación de despecho lo que llevó a Francisco a coquetear con la hija de Vilma, de 15 años, aún manteniendo la relación con su madre. Claro que a la chica en nada le interesaba el viejito, y lo trataba con desprecio, lo que no lo amedrentaba, sobre todo cuando las visitaba después de haber estado tomando.
No se sabe fehacientemente si el abuso a la menor finalmente existió, pero el tema sí fue parte de la última discusión. Las advertencias de “la Negra” habían sido reiteradas y conocidas, y aquella noche los gritos no fueron tantos hasta que un mazazo cayó seco en la cabeza del hombre alcoholizado. Cuentan que “el Mono” ayudó a Vilma a llevar el cuerpo hasta un descampado lindante y a cavar la improvisada tumba. Dicen que para no tener que hacer un pozo muy grande, fracturaron el ya de por sí pequeño cuerpo al medio con una pala de construcción y lo envolvieron en la frazada de la cama para que no se desparramaran las partes durante el traslado. La mayoría de los vecinos, a pesar de que pueden relatar con precisas similitudes la misma historia, dicen no haber visto o escuchado nada concreto vinculado al hecho, incluso niegan públicamente cualquier comentario al respecto: si bien los gritos de la pelea inicial pueden haberse confundido con otros, es difícil pensar que nadie haya sido testigo del traslado de un cuerpo a un descampado distante 20 metros del fondo de la casa de la mujer, el cavado del pozo y el entierro.
Con la certeza de quien está convencido que el móvil del crimen fue una represalia ante la actitud de un violador, los vecinos agregan, por último, que la mujer cortó el pene del hombre ya muerto, y el miembro apareció en la boca del cadáver cuando encontraron el cuerpo 20 días después.
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Darío Santillán

Los días en Monte Chingolo, en pleno conurbano bonaerense, estaban poniéndose moviditos. Eran los finales de la década del 90, una época llena de dolores.

Al comedor del barrio “la fe” comenzaron a venir unos pibes, cuenta “el mula” vecino de unos 50 años. Estaban terminando el secundario en la escuela que queda a un par de cuadras. “Queremos dar una mano en lo que sea, el hambre esta pegando fuerte, y las familias necesitan” decían con bronca, pero con ganas de ponerle el pecho.

En ese momento cocinábamos en la casa de la Susi, pero era un bardo… entonces salio la idea de levantar un galponcito, para poner unos tablones, y bancos; y que sea de todos los vecinos, así como comunitario… ¿Y a donde?... uno de los pibes, barbudo él, pero bien adolescente, de rulos, medio metalero, propuso copar unos campitos cerca de la casa de la vieja… que era un basurero…

Y ahí nomás, el guacho empezó a organizar… que dos chapas de la Mirta, José trajo con el carro algunos tirantes, que una cocina echa percha de allá, los caballetes de acá…

Y las reuniones… “fundamental”, para ponernos de acuerdo en el que hacer…

Y después para planear como aguantar “la toma”, porque nos enteramos que el basurero era propiedad de una empresa que se fue de la zona. Varios de nuestros cumpas laburaban ahí, “eran unos zorros” gritaba José, pagaban cunado querían, y encima se fueron dejando a todos en la calle.

Día a día fue infernal como vino la gente, no te miento, la necesidad era mucha… pero al mes se armo un despelote bárbaro, la mercadería no alcanzaba ni ahí. Algunos poníamos unas chauchas, pero ni para ensalada servían esas chauchas. Había como 70 familias en la puerta del galponcito, que lo habíamos bautizado “la dignidad”. Un revuelo, todos gritándose sin entender que nos pasaba…

Y en eso, lo veo al barbudito agitando la campera de cuero para que lo escuchen… se hizo un silencio… empezamos a chamuyar de a uno, a escucharnos los problemas, y como salíamos de esta, quienes eran los responsables de que en los barrios la estemos pasándola tan jodida, y que otros estaban llenándose de guita… y salía lo que habían echo los milicos, y los empresarios, y los gobiernos, y que Bla, Bla…. Y se propuso de ir a reclamar a la avenida para que el resto de la sociedad supieran del hambre y de los que sufren… ahí me parece que nos dimos cuenta que estábamos todos juntos y que éramos un movimiento.

El corte de ruta fue la manera que encontramos para hacernos escuchar. Que polenta la de esos pibes, no daban una energía a todos, y los viejos éramos los mas agradecidos, nos hacían sentir jóvenes como ellos.

Todavía lo veo al flaco… en la bloquera, sonriendo detrás de la barba, laburando con la música a todo lo que da. Fumándose un cigarro con el resto de los pibes en la esquina, a los que les hablaba para que se pongan las pilas, para que se sumen al movimiento, levantándoles el ánimo para que le pongan el pecho a la vida como habíamos echo nosotros. Decía “la única lucha que se pierde es la que se abandona”, y contaba que eso lo decía otro barbudo que se le parecía… Iba como hormiga de acá para allá, porque después fuimos un montonazo de barrios, y organizaba asambleas entre los vecinos, las marchas… corajudo el pendejo… cuando salíamos iba adelante, una goma al hombro, y el pañuelo para que la yuta no le mire la cara, pero si los ojos… porque los miraba fulero a los ojos…

Me acuerdo el frío que hacia la mañana del 26… fuimos hasta la estación pero no subimos al tren porque nos comentaban que iba a estar medio picado… que nos querían reprimir… lo vi irse colgado del estribo del vagón, cuidando al resto… Ese pibe, ese pibe era Darío Santillán.
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Escenas - parte II

Tenés en las manos dibujada la intemperie
de una noche
(igual a esta y a otras)


La boca, molde de hambre
se cierra en un grito
estático
y silencio
cuando no hay nadie
entrás en la esquina
a encerrarte en el invierno.

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Escenas - parte I

¿Qué eras antes de ser molde de espera,
antes de estar ahí corrugando el cuerpo entre cartones mojados,
antes de que tu sombra caminara de costado?


¿Qué eras antes de ser la costa de la esquina,
Antes de tomar la lluvia en vasos de plástico?

¿Qué eras antes llenar el aire con tu nombre?

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Conflicto

Mala madre
Hija de madre
Nieta de madre

(no sé si madre de madre)
Las decisiones no son redondas, pero se plantean así y se repiten, se repitieron, en mi cuerpo casi adolescente de mujer sin conciencia, pero con espalda para aguantar.
Turrita
turra chiquita.

Llegue a este mundo para hacer el bien, pero algo pasó.

Esa, sí
que te parió hace tiempo,
que te recontrarreparió.

Fue el único momento en que me sentí poderosa, que todo el poder del mundo se concentraba en mi cuerpo. Pero no en cualquier parte de mi cuerpo.
Mala
Hija de mala, nieta de mala
madre (que por suerte)
hay una sola.

Ser una sola, es estar sola y sin poder.
Sola, circulo, redondez. Universo viril y violento.
Mala madre.
Premisa imposible.

Una mujer entre tantas.
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Ciudad de Dios

Me duele esta ciudad
de la cervical al coxis,
será que a mi columna sur
le falte aceite
y ya no pueda continuarla, o
sea solo un sueño su bandera.

Hay veces que me ahoga
el hollín que fumo en Rivadavia
o en Corrientes
en sus bares sin tabaco, y a veces
sin memoria
y esquivo de sus calles, al pico de las horas.
Entonces, elijo el subterráneo
ilusionada,
y me topo con el pánico mecánico
de una muchedumbre acorralada
que con trabajo o sin él, desanda
su jornada como yo.

Y no me queda otra,
me aguanto el apriete, un poco más,
me evado por un rato
de la agresión gentil
que sube en Diagonal (a mí)
y combina (por derecha)
sus diferentes formas
de hacerme la vida más difícil.

Y me obliga a esperar
a que se abra
su boca, impoluta,
y nos escupa,
justo en el momento en que
me siento, indivisible y solidaria,
compañera de clase, amasijada,
y de nuevo, solitaria,
en esta Ciudad de Dios,
que consume paco y marihuana.

Ya estoy en la puerta de salida
dispuesta a abandonarla,
enojada, maltratada,
y así y todo, me vuelvo
y la miro, ciudad de Buenos Aires,
de espalda a su río y sin bandera.
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Jóvenes suicidas

“Ahora lo que quiero es ponerme bien para salir de acá. Y después no sé, quién dice que no me mate otra vez”. Juan tiene 15 años, pero su talla y sus facciones lo hacen parecer aún menor. Está internado en la sala de terapia intermedia del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez.

Aunque por el reposo indicado no debería hablar, Juan cuenta: “conseguí Trapax y me tomé las tres tabletas con un whisky de mi viejo. Al rato ya no me acuerdo, había puesto la música fuerte pero se ve que la señora que limpia en casa me escuchó toser y avisó”. Pasaron dos días y al chico se lo ve recuperado, la intoxicación no fue suficiente; apenas estuvo inconsciente primero y somnoliento después durante las primeras 24 horas. El movimiento de enfermeras y de familiares de otros chicos con los que Juan comparte la sala, las sonrisas y expresiones de ánimo que otras mamás o tías dedican a sus niños internados en las camas linderas, completan un cuadro donde, más allá del hedor hospitalario, la sola idea de la muerte desentona.

Aunque Juan no tiene más visitas por ahora que la de este cronista. Y mirándolo sólo a él, ignorando el contexto de movimientos y regalos y revistas infantiles, ahí queda sólo su cuerpecito esmirriado, semihundido en el colchón de una cama que, ante su delgadez, parece más grande que las demás. La sábana de un riguroso color blanco-amarillento de hospital lo cubre hasta la mitad del pecho lampiño. Sin embargo, tal vez contagiado por el lugar, el chico se muestra locuaz y hasta podría decirse que está bien de ánimo. Si no fuera por su insistencia en decir que quiere quitarse la vida.

“Las pastillas no te voy a decir de dónde las saqué –más tarde la madre, más enojada que compungida, se limitará a quejarse porque el padre ´siempre le da plata al nene sin saber para qué´-. Lo único que te digo –sigue Juan- es que en Internet te das cuenta que un montón de pibes están con esto de matarse …”. ¿En Internet? El chico detalla: “Fijate, poné en el Google, hay foros donde explicás cómo vas a hacer, qué pastillas, todo. Yo soy un gil, porque ahí me dijeron que si te encuentran antes de que te mueras en tu casa después van a decir que quisiste llamar la atención, y ni ahí, yo me voy a matar de verdad”. Juan demuestra no haber sido un improvisado. Entonces ¿por qué falló? Al insistir en la advertencia, él mismo parece dar la clave.

En nuestro país no hay estudios precisos. Sí los hay en Estados Unidos, donde Juan sería uno más de los 3 millones de adolescentes que intentan suicidarse. Según un informe realizado por la Administración de Servicios de Salud Mental de ese país, durante el año 2000 más del 13% de los jóvenes entre 14 y 17 años “consideraron seriamente” la posibilidad de suicidarse. De este grupo de escolares con tendencia suicida, un 75%, al igual que Juan, trazó un plan para quitarse la vida. Finalmente, “apenas” algunos pocos de esa enorme cantidad tienen éxito: por cada hecho consumado suceden entre 100 y 200 intentos fallidos. En algunos casos la pulsión sólo apunta a llamar la atención de quienes rodean al chico. Juan sabía que podían encontrarlo, y aún así avanzó con su intento cuando había gente en la casa.

Efectivamente, en foros de Internet puede encontrarse información, debates y consejos para acabar con la propia vida, a veces en clave jocosa y otras veces en forma seria y alarmante. Los casos más sorprendentes de utilización de estas nuevas tecnologías de comunicación con fines suicidas suceden en Japón. Allí, grupos de jóvenes desconocidos entre sí se alientan colectivamente a hacerlo y coordinan la forma, el día y hasta la hora en que cada uno acabará con su existencia.

Terminado el horario de visitas, Juan parece haber estado cómodo con la conversación. Dejando en claro que pretende ser escuchado, dice, por última vez, que piensa volver a intentarlo. Pero esta vez su pedido de ayuda es explícito. Se despide y por último dice, “si siguen sin darme bola, en serio que otra vez me mato”.

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Araceli

“Mi papá era militar y mi cuñado tupamaro, así que en mi familia se peleaban todo el día. Yo de política no quiero saber nada”, lanza como carta de presentación Araceli, la uruguaya.

Sospecha por dónde viene eso del taller de formación. Levanta una empalizada, un muro, un piquete defensivo.

Al pasar de los encuentros Araceli se va enganchando. Le gusta escuchar, pero más le gusta discutir sobre las cosas de todos los días, ajustar los problemas cotidianos de la panadería o el comedor del MTD. Claro que eso no es política para ella. De a poco se apropia del espacio: llega primera, prepara el mate, barre el galpón. Trae recortes de revistas, diarios, preguntas; trae a su hija adolescente “para que aprenda cosas que sirven para la vida”. Sostiene enfáticamente que cuidándola y protegiéndola va a crecer bien, que lo más importante es evitar que haga mala junta. Narra cómo otras mujeres descuidan a sus hijas, no las controlan y así las pibas se drogan, se prostituyen y después les termina gustando esa vida. Es cosa de las pibas y sobre todo de las madres.

Dos horas después Araceli está encendiendo el fuego y cocinando un guiso inmenso. Hoy hay bastante carne. En un rato irán llegando las pibas que se prostituyen porque les gusta y Araceli les servirá dulcemente el guiso...

Finalizando el año, se me acerca cuando terminamos la reunión. Me cuenta que el marido piensa que se volvió loca. Es porque en la cena familiar le pregunta a sus hijos cómo están, si hay algo que quieran contar y propone decidir cómo van a organizar en familia las tareas de la casa esa semana. “Eso lo aprendí acá en formación”, me confiesa. “Sabes que me siento bien, mis hijos me cuentan de sus novias, me preguntan sobre el sexo y yo los aconsejo”. Pavada de política.
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Respuestas en una servilleta

I. Ella camina con una bandera enrollada en la mano izquierda, por entre medio de la gente en la plaza central de la ciudad del mole y el mezcal. No sé si realmente es ella a quien busco.

Hay más de quinientas personas con insignias de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. “Todos somos uno”, cantan de cara al palco donde dentro de un rato van a pedir por la liberación de seis compañeros. Hace más de un año que están presos, desde aquella histórica toma de medios en la que la ciudad hizo tambalear al gobernador Ulises Ruiz. Ella sigue caminando y encara hacia el montón de mujeres que reparten volantes y levantan pancartas al lado un cantero de flores amarillas. Avanza con la espalda un poco encorvada, como si algo le pesara. Entonces, pienso que debe ser ella. Por lo que me contaron, muchas cosas debe llevar en esa espalda.

-¿Patricia? – No espero a que me conteste y me presento.

Sonríe y asiente. Es ella, es una de las fundadoras de la Coordinadora de Mujeres de Oaxaca. Mira el grabador que tengo en la mano y me cita para el día siguiente a las siete de la mañana en el bar del Sindicato de Trabajadores de la Educación.

-Acá no, por las dudas- Dice como si tuviera que dar una explicación. Mira para todos lados, levanta un poco la cabeza. Frunce el ceño. ¿Desconfía? Lo único que veo es docentes y más docentes entonando cantos de lucha. Pero es su lugar y lo conoce como nadie. Entonces, yo también miro a todos lados y frunzo un poco el ceño. ¿Desconfío?

Después de unos minutos, descubro que el olfato de Patricia no falla. La Policía oaxaqueña forma un cordón alrededor de la plaza.


II. Patricia no llega y ya me quedan pocos frijoles, la mitad del huevo frito y voy por la segunda taza de café gratis. Las mesas se van llenando de profesores y maestros. Todas las charlas se condensan en el aire como un solo barullo. Una sola voz. La voz del pueblo, pienso. Debió sonar así de fuerte en octubre de 2006. Patricia aparece y desde la puerta ya me hace señas de perdón. “Tuve que llevar a los chicos a la escuela y después a arreglar la bicicleta fija. La usamos de perchero pero mi hija insistió”. Antes de pedirle al mozo que le traiga un desayuno completo, prende el primer cigarrillo de los cinco que va a fumar durante nuestro encuentro.

Para hablar, baja su cabeza de rulos castaños y susurra. Me cuesta entenderla. A su marido lo mataron hace cinco años cuando se enfrentó a la policía. También era docente, como ella. Sus hijos son adolescentes. Acaban de volver de México DF. Los tuvo que mandar allá porque su casa dejó de ser una casa para ser pura ventana rota y amenazas. Me dice que ella también tuvo que irse. Que vive en. Patricia cambia de tema. El mozo se acerca con la bandeja repleta. Ella me cuenta de la bicicleta fija, de los kilos demás que tiene, de las buenas notas de su hija, de lo que a su hijo le gusta el fútbol. De ahí en más Patricia no va a contarme mucho más. O al menos no va a hablar de lo que yo espero.


III. Estoy algo desorientada cuando Patricia agarra su cartera negra del respaldo de la silla. “Veámonos la semana próxima, Ana”. No me deja contestarle que no voy a estar en la ciudad y me besa. Se aleja y vuelve. “No dejes nada en la mesa”, dice en voz baja. Al lado del plato de frijoles que no terminó de comer hay una servilleta garabateada. Dibujos de trazos infantiles. Una mujer con lágrimas desparejas saliendo desde la oreja, una casa con la ventana rota, una pared sin perspectiva, una nena y un nene casi en el margen de la hoja. Hay tachones por todas partes, algún agujero, manchas de salsa. Un hombre acostado en la parte inferior y una cruz sobre su cabeza. Miles de siglas. Conozco algunas. Flechas o balas.


IV. Tengo todavía esa servilleta doblada adentro de un cuaderno. Espero volver algún día. Espero respuestas.
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Juan Tío

Al borde de un río contaminado hasta la alevosía, está el barrio La Sarita. Paisaje prototípico del conurbano bonaerense, rodeado de frigoríficos inmensos, saturado de olores agrios, inundado a veces por las aguas del río, inundado siempre por la amenaza de las aguas del río. Se puede entrar por dos calles: el asfalto o la tierra. Yo voy por la tierra, siempre que no esté inundada.

Al fondo del barrio, al fondo del fondo de las barriadas, está “el galpón”. Yuxtaposición de proyectos edilicios truncos, está construido con paredes de tabla como si fuera zona portuaria, paredes derruidas levantadas con ladrillones de los viejos y, por último, una estructura que no pasa del metro de altura, al estilo escuela u hospital público (ladrillo hueco, imponentes cimientos de concreto). No puedo evitar una arqueología espontánea. Pienso que cada material habla de una etapa del movimiento, de una coyuntura barrial, de una situación nacional, de una negociación exitosa al principio con algún funcionario, producto quizás de los épicos cortes de ruta que se cuentan con ribetes de leyenda y odisea en cada taller de educación popular.

Mate dulce, dulcísimo. El fuego encendido desde temprano, aguardando el guiso del mediodía, una cumbia recurrente en insinuaciones guarangas traída desde lejos por el viento del sur bonaerense. Y ese olor terrible a vaca radioactiva faenada, a río de plomo. La huerta está al fondo del lote. Las pequeñas verduras asoman tímidas entre escombros, hierros, vidrios y bolsas de nylon. Pacientemente las manos curtidas de “los piqueteros” (término guerrero para esa anciana encorvada o la piba de 17 que dejó el carrito con su segunda hija a la sombra del paredón porque el sol está ardiendo) vuelven a agregar tierra negra, separan los yuyos, riegan y cosechan algo para la olla del comedor. El futuro siempre es la inundación. El ahogo de las plantas y las manos empezando de nuevo, reviviendo otra huerta.

El ritmo del hacha me llama. El hacha no es herramienta sino cuerpo. El hacha está fundida en los bazos de Juan, “el Tío” para los vecinos y compañeros. Verlo apilar cuidadosamente maderas tan distintas y golpear justo usando alternadamente el filo y el revés del hacha, me genera admiración. Pienso “esto es arte”.

El Tío vive en ese barrio tan urbano, pero no concibe dejar de lado el cuchillo filoso guardado en la media, ni separarse del bolso gastado con sus pertenencias más preciadas. Desde su historia de hachero y trabajador golondrina, parece que El Tío anda todavía un poco en el monte, y que en cualquier momento un contratista lo puede subir al camión para llevarlo lejos (hay que tener las cosas importantes encima). Capaz algún animal bravo o un paisano pasado de tragos, exige defenderse a cuchillo limpio. También la hoja filosa es útil para cortar un quesito, abrir una lata o destapar una botella de vino.

Cuando iniciamos el taller de educación popular, El Tío se acercaba pero hasta ahí nomás. Nunca en la ronda, siempre de afuera y dispuesto a encarar de nuevo el hachado si la cosa no le convencía.

Ya pasaron varios meses. Hoy conversamos sobre la identidad como trabajadores desocupados. Cada uno, cada una, cuenta su historia de vida y trabajo, comparte su palabra. El Tío escucha más que atento. Hasta apoya el hacha en el piso para sostenerse, en señal de que permanecerá ahí un rato respetable. Escucha a todos con detenimiento. Yo lo miro de a ratos tratando de leerle el gesto, de ver si está bien invitarlo a la palabra. Si se larga puede hablarnos mucho desde su andar de trabajador, tiene buena charla El Tío, y yo supongo que en su historia se desplegará -como un álbum de fotos- una parte importante de la historia de las clases populares argentinas.

Toma la palabra. Dice algo, no mucho. Alega que no quiere contar tanto por miedo a que no le creamos. Piensa que nosotros desconfiaríamos. Cómo un hombre que trabajó tanto, está hoy en su situación: sin casa, con poca ropa, lejos de su familia y, sobre todo, sin trabajo.

A la semana siguiente, El Tío me encara ni bien llego. “Vea”, me dice, y se sienta al borde de la mesa tosca. “Yo tenía miedo que no me crean, así que traje los papeles”. Del bolso va sacando libretas sanitarias, contratos y constancias relucientes cuidadas como un tesoro, conservadas minuciosamente dentro de folios y sobres. Observo membretes de empresas inglesas, firmas de doctores, foto 4 x 4 de El Tío joven. Después se larga a llorar y me cuenta que ayer se le murió la hermana en su Corrientes natal, y que él no puede viajar al velorio porque no tiene plata para el tren.

Cuando camino de vuelta hacia la avenida, bordeando el río, me pregunto cuántos durmientes de ese tren inalcanzable habrán nacido del hacha del Tío.
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La casa entre dos mundos

La casa de la abuela sostenida
en el aire escaso
de tiempo de la tarde;
mitad isla del Tigre, mitad barrio
Lugano de zanjas y baldíos.

-Dobranosh flisqui fli nanos.
(lo escribo tal cual suena,
memoria de mi niño)
ese soplo de voz
de noches blancas
destierra en infancia todo invierno.

- Paraduji parpaduji
Astafasqui nadabasqui.

Los ojos cerrados
detienen el viento.


Abuela río
abuela barro,
fina tajada de jamón
compartido
acontecer de una verdad.

La Europa guerra
borrada en nietos,
en la misma cama
donde parió a mi madre,

la muerte

apenas después
de la última
merienda de inocencia;

sólo para chicos ya
la niebla enlutaba la mirada
en la humanidad de nuestra cuadra.

Anticipo de despojo
la inundación se llevó
corral y patos,
del pueblo en la montaña,
aroma a nieve
en las laderas de sus sienes.


De esa mujer
alguna fé
para creer imposibles
más allá del mar,
de las lenguas y los pueblos;

el cuchillo rasga la feta,
desmiente su textura,
la abuela guarda la pieza,
casi intacta,
leve, intangible,
manos de pergamino,
muy blanca y dormida,
- beso de nube -
en esa caja
de madera marrón.
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El baile de la tanga y el peón rural

Una mirada rápida indica que no hay ni bosquejos de desabastecimiento. Es más, en el complejo de ventas La Salada, el lock out del campo no parece ser un tema de interés. A punto de cumplir la mayoría de edad, pero con ya varios de años de cuidarse sola, la feria más grande de Latinoamérica reposa en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, Argentina, Sudamérica.

A cinco cuadras del puente La Noria, entre el borde ennegrecido del Riachuelo y la calle Carriego, cinco mil esqueletos ladeados y oxidados sostienen de manera precaria a la feria de la Ribera, hija no reconocida por sus familiares de Punta Mogotes, Urkupiña y Cooperativa Ocean, por falta de papeles.

Estas tres últimas están registradas por el municipio y “pagan impuestos”. En ellas el alquiler de puestos no baja de 300 pesos. En cambio, en casa de la hija pobre de la Ribera por 50 ya hay trato con los “capangas”, dueños de las estructuras. Es que este campamento de pasillos constreñidos, con piso ganado a la barranca a fuerza de escombros y vigas, con pequeños puestos cubiertos de nailon con el logo de Carrefour, no está hecho para quienes sufren de vértigo: sino es la vista, es el olor el que señala la distancia por sólo centímetros de la turbidez del riachuelo. Lo cierto es que entre todas conforman este shopping de los pobres, periférico y cumbiero, donde ropa y calzado a precios irrisorios llevan la batuta.

La Ribera tiene forma de lombriz. Pero del contorno hacia adentro los colores se multiplican: jeans, zapatillas, equipos deportivos, ropa interior, discos, relojes, mochilas, carteras, se distribuyen entre los puestos. La muchedumbre compacta se desplaza casi en vilo. Todos buscan quedarse con lo mejor, en la mayor cantidad y al mejor precio. Los “carreros”, pibes de la zona, maniobran, entre los estrechos pasillos atiborrados, ciclópeos bultos al grito de “Ahí viene el carro”. Los perros, caseros e indiferentes, se rascan con parsimonia. La ausencia de carne, siquiera huesos, viene de antes del paro agrario.

En la feria casi no hay diálogos. Sólo consultas de precios y respuestas con número. El fruto de un acuerdo tácito que todos asumen -los precios no pueden estar más baratos- es la ausencia de regateos e insistencias. No es el único acuerdo tácito que sujeta a toda La Salada y su negocio de 9 millones de dólares semanales. Se calcula que el 50% de la ropa que se comercializa se vende en negro y que desde aquí se abastecen unas 300 ferias minoristas en todo el país.

La leyenda de “tierra de nadie” parece darse de bruces. Hasta el más distraído percibe que La Salada tiene leyes y organización propia. Comedores, salitas y seguridad. Diarios, radio y página de internet. Premios y castigos. Aquí los pactos de abusos y corrupción entre políticos, policías y jueces se custodian bravamente y más de una vez se han sellado con sangre. Y convertido en lógica pantomima los controles.

Indiferente a todo esto, la tanga a tres por diez pesos se exhibe sin pudores. La remera “Kosiuko” a ocho pesos y las “Nike” a 90, también. Los guardaespaldas de la legalidad despotrican en su contra y exigen mayor control. Lo cierto es que las ferias bajan las cifras del desempleo. Aunque, claro, creando ocupaciones precarias donde no existen los derechos laborales. Como tampoco para los que duermen al lado de la máquina en los talleres textiles clandestinos que en gran parte las abastecen. “También a Nike y Kosiuko”, grita solitaria y corajuda la tanga. Ella no vive del campo. Pero, aunque tal vez no lo sepa, las lógicas de producción imperantes la emparentan con un peón rural. Ambos en negro, ambos baratos, ambos olvidados. Ambos relegados de toda discusión. Los pools sojeros y las multinacionales textiles algún día deberán andarse con cuidado. Quién sabe si éstos dos no terminarán juntándose, reconociéndose y fundiéndose en algún tango o alguna chacarera.
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Charla de Vecinxs

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Madre

Llegar a la Unidad Penitenciaria nº 40 desde Buenos Aires no es fácil. Hay que cruzar el Puente La Noria y tomar por Camino de Cintura (ruta provincial 4) hasta la calle Colón, en Lomas de Zamora; meterse unas 15 cuadras hacia la izquierda, adentrándose en una zona de casillas precarias, descampado y calles de tierra. Allí, ningún cartel anuncia que a mitad de recorrido Colón cambia su nombre por Quiroga, ni que aquella del fondo es la calle Giaquino, donde hay que doblar a la derecha para recién entonces empezar a ver, recortada en el horizonte, la escalofriante figura del paredón perimetral, los pabellones carcelarios y las torres de control.

Para los familiares que, cada sábado al amanecer, se agrupan en las puertas del Penal para visitar a los internos, llegar resulta un tanto más sencillo: el colectivo 525 que va de Puente La Noria al centro de Lomas desvía su recorrido para llegar hasta unas pocas cuadras de allí.

Doña Ramona sale de su casa en Monte Chingolo a las 4, antes de que amanezca. Tendrá una hora de viaje hasta el centro de Lomas, y otros 50 minutos en el 525 hasta el Penal.

El horario de visita se inicia a las 7, pero muchos empiezan a llegar con la primera claridad de la mañana. En la garita al costado del portón principal reparten un número de ingreso por grupo familiar. De todas formas, una vez retirado el número hay que formar una fila para que se respete el orden de llegada. La mayor parte de los presentes son mujeres, por lo general mayores, de aspecto humilde y mirada triste. También hay algunos hombres y, en menor medida, algún muchacho o alguna chica: padres, hermanos o novias. Pero son las mujeres las que portan unos bolsones grandes de nailon, donde llevan algo de comida casera, facturas, cigarrillos y algún mantel. Algo llama la atención del aspecto de las señoras: ninguna usa polleras, ni bolsos de mano, ni hebillas para el pelo. Está prohibido el ingreso de mujeres en polleras, para evitar que las piernas despierten excitación en los hombres encarcelados; tampoco se puede entrar con más pertenencias que la documentación y los alimentos para el reo, que serán minuciosamente requisados. En medio del grupo de mujeres que se va haciendo cada vez más numeroso, está Doña Ramona. Sus ojos vidriosos permiten adivinar la amargura que le produce estar ahí, esperando pasar por tediosos controles, para ver durante unas pocas horas a su hijo. Aprovecha la espera para cruzar al quiosco que funciona a través de la ventana (enrejada) de una de las viviendas del lugar; allí consigue lo indispensable: tarjetas de teléfono, que en los pabellones se convirtieron en las nuevas monedas de intercambio; cigarrillos, principalmente de los baratos pero también Phillip Morris para las madres que pueden darle un lujo a sus hijos; facturas, por docena o sueltas; galletitas, y algún refresco para tomar antes de entrar cuando la espera se hace larga y el sol del verano empieza a calentar.

Ramona ya conoce a los demás; hace once meses que viene todos los sábados, y muchos de los otros visitantes, como ella, mantienen una asistencia perfecta. Las conversaciones en la cola que se arma para la entrada son las mismas que podrían escucharse en cualquier mercadito de barrio humilde: el aumento del colectivo y la falta de monedas, el programa de Susana Giménez, la fecha de pago del Plan Jefas y Jefes de Hogar, el orgullo por el trabajo en el puerto que consiguió el otro hijo, el tiempo que le falta a cada uno de los suyos para recuperar la libertad.

A las 7 en punto, una mujer joven, de pelo rubio y cejas oscuras, con uniforme celeste del servicio penitenciario y borceguíes pesados, anuncia sin ganas que las visitas irán pasando en grupos de a 10. El anuncio le cambia el ánimo a Ramona, que ya empieza a palpitar la ansiedad por el abrazo con que su hijo la recibe cada vez que la ve. Cuando toca su turno, traspasa el primer portón de entrada, dejando a sus espaldas el muro exterior. La sensación de encierro golpea sus esperanzas: una vez adentro ya no hay calle, ni quiosco, ni parada de colectivo: sólo el frío salón de recepción, con ventanas altas y enrejadas, que en cada caso dan a un espacio interno que sólo permite ver nuevos paredones grises, alambres de púa enredados en sus partes superiores, y guardias armados en vigilancia amenazante.

Llega al primer mostrador donde otras dos mujeres jóvenes verifican los datos: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Como si la computadora fuera un privilegio futurista, las jóvenes agentes penitenciarias se manejan con un viejo fichero de madera que contiene una tarjeta escrita a birome con los datos de cada interno. Como cada sábado desde hace 11 meses, verifican que su nombre esté en la lista de los familiares solicitados por el reo. Le retiran el documento y el número que le dieron al llegar, y le asignan otro número, ahora grabado en una tablita rectangular de madera.

Después del registro de entrada, la cola se repite, esta vez para dejar las mínimas pertenencias que las visitas aún llevan consigo: muchos depositan en una pequeña bolsa numerada su teléfono celular o su reloj; Ramona, sólo las llaves de la casa y el rosario que lleva al cuello y que también le hacen dejar.

La próxima espera –ella ya lo sabe- es para dejar el bolsón con la comida y las cosas que le trae al hijo. Esta vez: facturas, unas milanesas fritas con ajo y perejil (las preferidas de él), unos jugos en sobre, cuatro atados de Phillip Morris y dos tarjetas de teléfono. Debe dejar el bolso en una ventanilla, y lo retirará después de la revisión personal, para lo que se prepara a la cuarta espera. Ya son las 8.

Esta es la parte que menos le gusta, explicará la mujer de piel morena, caderas anchas y pelo lacio recogido, entrecano. No tanto el hecho de que le hagan quitarse los zapatos y la camisa, bajarse los breteles del corpiño, y con los pantalones por las rodillas, ponerse en cuclillas y correr a un costado su bombacha. (Esto no lo explica ella, por el lógico pudor; si bien el trato es cordial y la celadora sólo indica a Ramona qué hacer, sin siquiera tocarla, lo que buscan con las cuclillas y el corrimiento de la bombacha es que caiga cualquier presunto “canuto” que pudiera estar escondido entre las nalgas de la mujer). “La revisación no me molesta tanto”, dirá después, “ya que es cierto que algunos se aprovechan, sobre todo las chicas, para intentar pasarles cosas prohibidas a los muchachos”. ¿Entonces? “Lo que sí me molesta es que me pinten los dedos, a mí, como si fuera una delincuente, por el solo hecho de venir a ver a mi hijo. Después no tenés dónde limpiarte bien, y me dan ganas de llorar si pienso que él pueda ver la tinta manchando mis dedos”. Con el fichaje (ahora, de las impresiones digitales) de cada familiar, recién después de la revisación se pueden retirar los alimentos, medio destartalados por la requisa, por otra ventanilla.

Son las 9, y sólo falta el trámite final. En la entrada del comedor donde están las mesas de madera para el encuentro familiar, tiene que responder, otra vez: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Recién ahí lo mandan a llamar. Esos últimos cinco minutos de espera para Ramona son los más angustiantes, pero a la vez los más prometedores. La hacen atravesar los dos portones de rejas pesadas que la separan del salón comedor, y finalmente llega él. La dobla en estatura y en peso. El muchacho se inclina para que el abrazo la rodee por la espalda. Quedan así unos segundos, mientras resaltan, imponentes, las letras, rústicas, del tatuaje tumbero de su grueso brazo izquierdo: “MADRE”.

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Carmen

Los chicos de la copa de leche fueron durante largo tiempo dueños indiscutidos de Semillita, el galpón comunitario del MTD. Tomaban la merienda y disponían sin restricciones del espacio para jugar, correr y esconderse. Lo que se dice un placer.

Una tarde como otras, llegaron nubes negras anunciando la tormenta que aguaría la fiesta del juego. Empezaba el taller de alfabetización, “la escuelita” como se le dice en el movimiento. La escuelita constaba de un puñado de señoras muñidas de cuadernos y lápices, y de unos docentes jóvenes que usaban el pizarrón solo con tiza blanca y sin siquiera dibujar algo divertido. El colmo fue el pedido de silencio.

Es impactante ver la expresión desorientada en los rostros de los chicos cuando observan a sus abuelas, tías, mamás y vecinas aprendiendo lo que ellos aprenden en la escuela. No pueden creen que alguien grande no sepa lo que ellos saben, sobre todo si se trata de letras y números.

Los primeros meses de trabajo fueron una negociación permanente. Rogarle a los chicos que no respondieran al pasar las preguntas sobre qué letra hay que poner para que diga tal cosa, o qué me falta si quiero escribir MATE. Ellos realmente entendían la importancia de que la gente grande que no había podido ir a la escuela estuviera aprendiendo ahora. Se debatían entre el impulso lúdico-bullicioso, y el respeto sorprendido por la escuela de los grandes.

Lentamente fuimos logrando la convivencia, el compañerismo intergeneracional. Acercándonos a diciembre, los grandes charlamos durante una clase sobre ese camino de convivencia con los chicos de la copa de leche. Se venía el cumpleaños del MTD y se hacía un gran festejo en la canchita. Decidimos hacerle un regalo a nuestros compañeritos: durante el cumpleaños del movimiento les ofreceríamos un rincón para leerles cuentos y poesías. Como alfabetizador creo que son dos los motivos más sentidos por los que las mujeres quieren aprender a leer y escribir: ayudar a los hijos y nietos con la tarea de la escuela, y leerles cuentos. Como en los primeros cortes de ruta del conurbano, al nacer el siglo, las mujeres ponen el cuerpo y el esfuerzo por sus hijos. Pueden soportar su hambre, pero no el hambre de sus hijos. Pueden soportar no saber leer, pero se angustian al no poder ayudar a sus pibes con la tarea escolar. Todo ese significado traía el pequeño regalo para los chicos de la copa de leche.

Empezamos a mirar libros infantiles, fuimos eligiendo y practicando la lectura en voz alta. En todo el año yo no había visto tanto esmero y dedicación para ninguna actividad. Leer y releer una, dos, diez veces el cuento elegido. Recordar la expresividad de cada verso de las poesías.

Carmen había elegido “La vaca estudiosa”, de María Elena Walsh. Practicaba con sus nietas, les leía varias veces a la semana los versos, les preguntaba cómo le salía. En la clase previa al festejo del cumpleaños del movimiento, seguíamos repasando, haciendo rondas donde cada compañera leía y las demás escuchaban atentas para hacer correcciones y, claro, disfrutar. Una vez más Carmen, con los anteojos puestos y la mirada firme en la poesía, se larga a leer. Promediando la lectura, encara los versos que narran cómo la vaca de la Quebrada de Humahuaca “a pesar de que ya era abuela, un día quiso ir a la escuela”. Carmen saca los ojos de la hoja. Se le ilumina la cara. Como descubriendo el por qué eligió esa poesía, dice “¡Pucha, la vaca soy yo!
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