Francisco

Francisco no aparecía, pero esta vez su hermana Gladis intuía –o sabía- que su desaparición no era una simple ausencia más del barrio, como otras que solían caracterizar la inestable forma de vida de su hermano.

Y no se equivocaba: después de veinte días, tras la denuncia por su desaparición, los restos del hombre de 58 años aparecieron enterrados en un predio abandonado cercano a la casa de Vilma, la mujer con la que mantenía una relación sentimental. El cuerpo presentaba un golpe que le deformó el cráneo y estaba literalmente partido al medio. Envuelto en una frazada vieja, había sido escondido a no más de un metro bajo tierra. Con el transcurrir de los días el olor comenzó a molestar a los vecinos y a inquietar al perro de Francisco, que hurgó la tierra en el lugar hasta que la policía dio con el cuerpo en estado de descomposición. Durante los primeros días en que no se encontraban rastros de él, Vilma seguía frecuentando los mismos lugares habituales. Pero una vez que la policía descubrió el cadáver, esa misma mañana, Vilma ya no estaba, y, aunque sus familiares y amigos no perdieron el contacto con ella, hasta el día de hoy la mujer se mantiene prófuga de la justicia, sospechada de asesinato. Los vecinos, más allá de algunas anónimas confesiones, acompañaron los hechos –y protegen a Vilma- con silencio cómplice.



I-
Gladis fue la única que se movió cuando la noticia de que habían matado a su hermano recorrió el barrio. Habló con algunos de los pocos vecinos que tenían cierta amistad o una impresión benévola sobre el difunto; se presentó en el Centro Comunitario donde Francisco estaba registrado para recibir ayuda social, y que frecuentaba; y sin esperar demasiado, ante la gravedad de lo que muchos comentaban, al segundo día fue a la comisaría y denunció lo que para ella ya era una certeza: “esa negra de mierda lo mató”.
De algo más de treinta años, alta y delgada, desde adolescente Gladis lleva su cabellera con un descuidado teñido a rubio. Debajo de su cutis maltratado por una vida dura, se adivina a una bella mujer. Es difícil pensar que haya hecho la denuncia confiando en la policía o la justicia: el hermano y su cuñado venían de cumplir largas condenas en prisión y toda su familia estaba signada por historias al margen de la legalidad.
Aunque en un barrio como La Fe no hace falta ser delincuente para estar en conflicto con la ley y el orden. Las primeras casas se asentaron tras la ocupación ilegal de unas tierras desabitadas en Monte Chingolo, la zona más pobre de Lanús, en el Gran Buenos Aires. Desde el comienzo la ocupación había sido reprimida por la misma policía a la que los vecinos ahora deben acudir. La marginalidad que caracteriza a gran parte de los vecinos (aún a los que mantienen un trabajo estable o una vida que intenta ser digna) los convierte en sospechosos permanentes, y objeto de razzias, detenciones en muchos casos arbitrarias y violencia policial, cuando no directamente en víctimas del gatillo fácil, método por el cual más de un joven del lugar fue asesinado en los últimos tiempos.
Llegar a la comisaría a hacer la denuncia tiene que haber sido, para Gladis, un paso desesperado. O resignado, más bien.

II-
Francisco, el muerto, había llegado al barrio donde vivían sus familiares y algunos otros conocidos recién en el 2002. Treinta y dos de sus cincuenta y ocho años los vivió detenido en el Penal de máxima seguridad de Sierra Chica, donde fue recluido en el año 70 para purgar una pena por robo seguida de muerte, agravada por delitos similares anteriores. Cuando cumplió su condena fue a buscar cobijo al único lugar donde podían ayudarlo, y consiguió una casilla de madera en la zona más precaria del asentamiento, la parte “baja” del barrio. A pocas cuadras vivían su hermana Gladis y su mamá ya fallecida, una de las primeras familias que luchó por consolidar la ocupación y conseguir que lleguen al flamante asentamiento los servicios básicos como la luz y el agua. Hoy, a dieciocho años de su fundación, La Fe tiene casi todas sus calles asfaltadas, aunque sin veredas. Con excepción de las callecitas de la parte del fondo, donde Francisco se instaló: allí las casas siguen siendo de chapa, madera y cartón, y las calles de barro y piedras.
El hombre, a primera vista, no transmitía precisamente miedo: flaco, petiso y pelado, frecuentaba a los pibes que “andaban en la joda”, los pibes chorros, y si no fuera por sus facciones avejentadas, parecía uno más. También se lo podía ver presenciando algunas asambleas vecinales en el Centro Comunitario, incluso opinando sobre los problemas del barrio. Gladis lo defiende: “Él estaba bien, había cambiado, si hasta cuando murió mamá me dijo que ya no quería más joda, por eso le dije que se acerque al Centro Comunitario y haga buena letra”. Pero su fama en el barrio era difícil de revertir: aún más allá de sus historias de pistolero y los largos años en prisión, quienes mejor conocen el mapa barrial del delito aseguran que Francisco no sólo se juntaba con los pibes chorros: los más viejos hablan de él con resentimiento, ya que, dicen, de un tipo grande y con su historia se podría haber esperado que transmitiera a los pibes más jóvenes “algunos códigos, como eso de que en el barrio no se jode, que las cagadas se hacen afuera, pero Francisco se bajó al nivel de ellos y los mandaba a afanar a los vecinos”. Él mismo solía reconocer que “antes” había matado, robado y violado, y por eso había estado tantos años preso. Incluso en el imaginario barrial pervive la leyenda que cuenta que, cuando en 1996 ocurrió uno de los motines más sangrientos de la historia carcelaria argentina que terminó con 13 reclusos muertos y sus cuerpos “cocinados” en el horno de la panadería del penal y servidos a los demás presos como ingredientes de empanadas, Francisco había sido uno de los cabecillas después conocidos como “los 12 apóstoles”. Leyenda, porque los registros de la época no lo señalan entre los organizadores de la revuelta, que fueron todos identificados y juzgados. Pero eso no importa para el folclore barrial, muchas veces necesitado de historias que, aún desde la tragedia y el salvajismo, le otorguen algún rasgo de notoriedad a una realidad social signada por el olvido y la exclusión.
Su fama de violador, en cambio, hasta el incidente con Vilma no había sido corroborada en los últimos años. Pero con un prontuario como el que el propio Francisco confirmaba, resultaba imposible zafar del estigma.

III-
“La Negra Vilma no es precisamente una santa”, dice muy suelta su vecina Marta, a pesar de ser su amiga.
De una edad indeterminada pero que se adivina cercana a los 40, con seis hijos a cuestas y habiendo perdido el rastro de los distintos padres de los crios, “la Negra” se las arreglaba como podía –en realidad, como había aprendido - en una situación que le ofrecía difíciles alternativas de sobrevivencia y nulas posibilidades de futuro.
Dos años atrás había llegado a La Fe, consiguiendo por pocos billetes una casilla de chapa en la misma zona del barrio donde ya estaba asentado Francisco. A diario resolvía la alimentación de los cuatro hijos más chicos que aún tenía a su cargo trabajando por las mañanas en el comedor popular del Centro Comunitario, y ocupaba el resto del día llevando y trayendo a los más chiquitos a la escuela, y buscando alguna otra tarea que le sumara unos pesos a su deprimida economía familiar. En un contexto de violencia y desesperación, había aprendido a hacerse respetar a fuerza de peleas, despuntando las uñas o blandiendo un cuchillo tramontina, como cuando una discusión que ya nadie recuerda por qué empezó, terminó con una batahola en la calle que tuvo a “la Negra” como contendiente victoriosa, y así se hizo conocer a los pocos meses de haber llegado al barrio.
Seguramente haya sido ese carácter lo que atrajo la atención de Francisco, que comenzó a frecuentarla y asumirla como “su” pareja. Vilma lo dejaba que la visitara por las noches, que pasaban a veces en la intimidad, a veces con vinos y amigos, y otras, con ruidosas escaramuzas que terminaban en enojos y portazos. Pero hasta la trágica pelea final, esos bochinches nocturnos no desentonaban con la cumbia a todo volumen, otros griteríos o los disparos en alguna esquina que no eran extraños en las noches de la parte baja del barrio.

IV-
Lo cierto es que Francisco desapareció la noche del 14 de mayo de 2005 (aunque casi nadie en el lugar se muestra interesado en precisar fechas y detalles, Marta recuerda la fecha exacta porque coincidió con el cumpleaños de su hija menor). Y cuando días después encontraron su cuerpo, la que no volvió a aparecer por el barrio fue Vilma. Es verdad que “la Negra” últimamente se sentía mejor acompañada por su vecino “el Mono” que por Francisco, situación que el finado toleraba, no sin protestas. En estas vidas al margen nada es estable y para siempre, ni siquiera los afectos. Tal vez haya sido esa sensación de despecho lo que llevó a Francisco a coquetear con la hija de Vilma, de 15 años, aún manteniendo la relación con su madre. Claro que a la chica en nada le interesaba el viejito, y lo trataba con desprecio, lo que no lo amedrentaba, sobre todo cuando las visitaba después de haber estado tomando.
No se sabe fehacientemente si el abuso a la menor finalmente existió, pero el tema sí fue parte de la última discusión. Las advertencias de “la Negra” habían sido reiteradas y conocidas, y aquella noche los gritos no fueron tantos hasta que un mazazo cayó seco en la cabeza del hombre alcoholizado. Cuentan que “el Mono” ayudó a Vilma a llevar el cuerpo hasta un descampado lindante y a cavar la improvisada tumba. Dicen que para no tener que hacer un pozo muy grande, fracturaron el ya de por sí pequeño cuerpo al medio con una pala de construcción y lo envolvieron en la frazada de la cama para que no se desparramaran las partes durante el traslado. La mayoría de los vecinos, a pesar de que pueden relatar con precisas similitudes la misma historia, dicen no haber visto o escuchado nada concreto vinculado al hecho, incluso niegan públicamente cualquier comentario al respecto: si bien los gritos de la pelea inicial pueden haberse confundido con otros, es difícil pensar que nadie haya sido testigo del traslado de un cuerpo a un descampado distante 20 metros del fondo de la casa de la mujer, el cavado del pozo y el entierro.
Con la certeza de quien está convencido que el móvil del crimen fue una represalia ante la actitud de un violador, los vecinos agregan, por último, que la mujer cortó el pene del hombre ya muerto, y el miembro apareció en la boca del cadáver cuando encontraron el cuerpo 20 días después.

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