Escenas - parte II

Tenés en las manos dibujada la intemperie
de una noche
(igual a esta y a otras)


La boca, molde de hambre
se cierra en un grito
estático
y silencio
cuando no hay nadie
entrás en la esquina
a encerrarte en el invierno.

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Escenas - parte I

¿Qué eras antes de ser molde de espera,
antes de estar ahí corrugando el cuerpo entre cartones mojados,
antes de que tu sombra caminara de costado?


¿Qué eras antes de ser la costa de la esquina,
Antes de tomar la lluvia en vasos de plástico?

¿Qué eras antes llenar el aire con tu nombre?

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Conflicto

Mala madre
Hija de madre
Nieta de madre

(no sé si madre de madre)
Las decisiones no son redondas, pero se plantean así y se repiten, se repitieron, en mi cuerpo casi adolescente de mujer sin conciencia, pero con espalda para aguantar.
Turrita
turra chiquita.

Llegue a este mundo para hacer el bien, pero algo pasó.

Esa, sí
que te parió hace tiempo,
que te recontrarreparió.

Fue el único momento en que me sentí poderosa, que todo el poder del mundo se concentraba en mi cuerpo. Pero no en cualquier parte de mi cuerpo.
Mala
Hija de mala, nieta de mala
madre (que por suerte)
hay una sola.

Ser una sola, es estar sola y sin poder.
Sola, circulo, redondez. Universo viril y violento.
Mala madre.
Premisa imposible.

Una mujer entre tantas.
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Ciudad de Dios

Me duele esta ciudad
de la cervical al coxis,
será que a mi columna sur
le falte aceite
y ya no pueda continuarla, o
sea solo un sueño su bandera.

Hay veces que me ahoga
el hollín que fumo en Rivadavia
o en Corrientes
en sus bares sin tabaco, y a veces
sin memoria
y esquivo de sus calles, al pico de las horas.
Entonces, elijo el subterráneo
ilusionada,
y me topo con el pánico mecánico
de una muchedumbre acorralada
que con trabajo o sin él, desanda
su jornada como yo.

Y no me queda otra,
me aguanto el apriete, un poco más,
me evado por un rato
de la agresión gentil
que sube en Diagonal (a mí)
y combina (por derecha)
sus diferentes formas
de hacerme la vida más difícil.

Y me obliga a esperar
a que se abra
su boca, impoluta,
y nos escupa,
justo en el momento en que
me siento, indivisible y solidaria,
compañera de clase, amasijada,
y de nuevo, solitaria,
en esta Ciudad de Dios,
que consume paco y marihuana.

Ya estoy en la puerta de salida
dispuesta a abandonarla,
enojada, maltratada,
y así y todo, me vuelvo
y la miro, ciudad de Buenos Aires,
de espalda a su río y sin bandera.
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Jóvenes suicidas

“Ahora lo que quiero es ponerme bien para salir de acá. Y después no sé, quién dice que no me mate otra vez”. Juan tiene 15 años, pero su talla y sus facciones lo hacen parecer aún menor. Está internado en la sala de terapia intermedia del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez.

Aunque por el reposo indicado no debería hablar, Juan cuenta: “conseguí Trapax y me tomé las tres tabletas con un whisky de mi viejo. Al rato ya no me acuerdo, había puesto la música fuerte pero se ve que la señora que limpia en casa me escuchó toser y avisó”. Pasaron dos días y al chico se lo ve recuperado, la intoxicación no fue suficiente; apenas estuvo inconsciente primero y somnoliento después durante las primeras 24 horas. El movimiento de enfermeras y de familiares de otros chicos con los que Juan comparte la sala, las sonrisas y expresiones de ánimo que otras mamás o tías dedican a sus niños internados en las camas linderas, completan un cuadro donde, más allá del hedor hospitalario, la sola idea de la muerte desentona.

Aunque Juan no tiene más visitas por ahora que la de este cronista. Y mirándolo sólo a él, ignorando el contexto de movimientos y regalos y revistas infantiles, ahí queda sólo su cuerpecito esmirriado, semihundido en el colchón de una cama que, ante su delgadez, parece más grande que las demás. La sábana de un riguroso color blanco-amarillento de hospital lo cubre hasta la mitad del pecho lampiño. Sin embargo, tal vez contagiado por el lugar, el chico se muestra locuaz y hasta podría decirse que está bien de ánimo. Si no fuera por su insistencia en decir que quiere quitarse la vida.

“Las pastillas no te voy a decir de dónde las saqué –más tarde la madre, más enojada que compungida, se limitará a quejarse porque el padre ´siempre le da plata al nene sin saber para qué´-. Lo único que te digo –sigue Juan- es que en Internet te das cuenta que un montón de pibes están con esto de matarse …”. ¿En Internet? El chico detalla: “Fijate, poné en el Google, hay foros donde explicás cómo vas a hacer, qué pastillas, todo. Yo soy un gil, porque ahí me dijeron que si te encuentran antes de que te mueras en tu casa después van a decir que quisiste llamar la atención, y ni ahí, yo me voy a matar de verdad”. Juan demuestra no haber sido un improvisado. Entonces ¿por qué falló? Al insistir en la advertencia, él mismo parece dar la clave.

En nuestro país no hay estudios precisos. Sí los hay en Estados Unidos, donde Juan sería uno más de los 3 millones de adolescentes que intentan suicidarse. Según un informe realizado por la Administración de Servicios de Salud Mental de ese país, durante el año 2000 más del 13% de los jóvenes entre 14 y 17 años “consideraron seriamente” la posibilidad de suicidarse. De este grupo de escolares con tendencia suicida, un 75%, al igual que Juan, trazó un plan para quitarse la vida. Finalmente, “apenas” algunos pocos de esa enorme cantidad tienen éxito: por cada hecho consumado suceden entre 100 y 200 intentos fallidos. En algunos casos la pulsión sólo apunta a llamar la atención de quienes rodean al chico. Juan sabía que podían encontrarlo, y aún así avanzó con su intento cuando había gente en la casa.

Efectivamente, en foros de Internet puede encontrarse información, debates y consejos para acabar con la propia vida, a veces en clave jocosa y otras veces en forma seria y alarmante. Los casos más sorprendentes de utilización de estas nuevas tecnologías de comunicación con fines suicidas suceden en Japón. Allí, grupos de jóvenes desconocidos entre sí se alientan colectivamente a hacerlo y coordinan la forma, el día y hasta la hora en que cada uno acabará con su existencia.

Terminado el horario de visitas, Juan parece haber estado cómodo con la conversación. Dejando en claro que pretende ser escuchado, dice, por última vez, que piensa volver a intentarlo. Pero esta vez su pedido de ayuda es explícito. Se despide y por último dice, “si siguen sin darme bola, en serio que otra vez me mato”.

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Araceli

“Mi papá era militar y mi cuñado tupamaro, así que en mi familia se peleaban todo el día. Yo de política no quiero saber nada”, lanza como carta de presentación Araceli, la uruguaya.

Sospecha por dónde viene eso del taller de formación. Levanta una empalizada, un muro, un piquete defensivo.

Al pasar de los encuentros Araceli se va enganchando. Le gusta escuchar, pero más le gusta discutir sobre las cosas de todos los días, ajustar los problemas cotidianos de la panadería o el comedor del MTD. Claro que eso no es política para ella. De a poco se apropia del espacio: llega primera, prepara el mate, barre el galpón. Trae recortes de revistas, diarios, preguntas; trae a su hija adolescente “para que aprenda cosas que sirven para la vida”. Sostiene enfáticamente que cuidándola y protegiéndola va a crecer bien, que lo más importante es evitar que haga mala junta. Narra cómo otras mujeres descuidan a sus hijas, no las controlan y así las pibas se drogan, se prostituyen y después les termina gustando esa vida. Es cosa de las pibas y sobre todo de las madres.

Dos horas después Araceli está encendiendo el fuego y cocinando un guiso inmenso. Hoy hay bastante carne. En un rato irán llegando las pibas que se prostituyen porque les gusta y Araceli les servirá dulcemente el guiso...

Finalizando el año, se me acerca cuando terminamos la reunión. Me cuenta que el marido piensa que se volvió loca. Es porque en la cena familiar le pregunta a sus hijos cómo están, si hay algo que quieran contar y propone decidir cómo van a organizar en familia las tareas de la casa esa semana. “Eso lo aprendí acá en formación”, me confiesa. “Sabes que me siento bien, mis hijos me cuentan de sus novias, me preguntan sobre el sexo y yo los aconsejo”. Pavada de política.
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Respuestas en una servilleta

I. Ella camina con una bandera enrollada en la mano izquierda, por entre medio de la gente en la plaza central de la ciudad del mole y el mezcal. No sé si realmente es ella a quien busco.

Hay más de quinientas personas con insignias de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. “Todos somos uno”, cantan de cara al palco donde dentro de un rato van a pedir por la liberación de seis compañeros. Hace más de un año que están presos, desde aquella histórica toma de medios en la que la ciudad hizo tambalear al gobernador Ulises Ruiz. Ella sigue caminando y encara hacia el montón de mujeres que reparten volantes y levantan pancartas al lado un cantero de flores amarillas. Avanza con la espalda un poco encorvada, como si algo le pesara. Entonces, pienso que debe ser ella. Por lo que me contaron, muchas cosas debe llevar en esa espalda.

-¿Patricia? – No espero a que me conteste y me presento.

Sonríe y asiente. Es ella, es una de las fundadoras de la Coordinadora de Mujeres de Oaxaca. Mira el grabador que tengo en la mano y me cita para el día siguiente a las siete de la mañana en el bar del Sindicato de Trabajadores de la Educación.

-Acá no, por las dudas- Dice como si tuviera que dar una explicación. Mira para todos lados, levanta un poco la cabeza. Frunce el ceño. ¿Desconfía? Lo único que veo es docentes y más docentes entonando cantos de lucha. Pero es su lugar y lo conoce como nadie. Entonces, yo también miro a todos lados y frunzo un poco el ceño. ¿Desconfío?

Después de unos minutos, descubro que el olfato de Patricia no falla. La Policía oaxaqueña forma un cordón alrededor de la plaza.


II. Patricia no llega y ya me quedan pocos frijoles, la mitad del huevo frito y voy por la segunda taza de café gratis. Las mesas se van llenando de profesores y maestros. Todas las charlas se condensan en el aire como un solo barullo. Una sola voz. La voz del pueblo, pienso. Debió sonar así de fuerte en octubre de 2006. Patricia aparece y desde la puerta ya me hace señas de perdón. “Tuve que llevar a los chicos a la escuela y después a arreglar la bicicleta fija. La usamos de perchero pero mi hija insistió”. Antes de pedirle al mozo que le traiga un desayuno completo, prende el primer cigarrillo de los cinco que va a fumar durante nuestro encuentro.

Para hablar, baja su cabeza de rulos castaños y susurra. Me cuesta entenderla. A su marido lo mataron hace cinco años cuando se enfrentó a la policía. También era docente, como ella. Sus hijos son adolescentes. Acaban de volver de México DF. Los tuvo que mandar allá porque su casa dejó de ser una casa para ser pura ventana rota y amenazas. Me dice que ella también tuvo que irse. Que vive en. Patricia cambia de tema. El mozo se acerca con la bandeja repleta. Ella me cuenta de la bicicleta fija, de los kilos demás que tiene, de las buenas notas de su hija, de lo que a su hijo le gusta el fútbol. De ahí en más Patricia no va a contarme mucho más. O al menos no va a hablar de lo que yo espero.


III. Estoy algo desorientada cuando Patricia agarra su cartera negra del respaldo de la silla. “Veámonos la semana próxima, Ana”. No me deja contestarle que no voy a estar en la ciudad y me besa. Se aleja y vuelve. “No dejes nada en la mesa”, dice en voz baja. Al lado del plato de frijoles que no terminó de comer hay una servilleta garabateada. Dibujos de trazos infantiles. Una mujer con lágrimas desparejas saliendo desde la oreja, una casa con la ventana rota, una pared sin perspectiva, una nena y un nene casi en el margen de la hoja. Hay tachones por todas partes, algún agujero, manchas de salsa. Un hombre acostado en la parte inferior y una cruz sobre su cabeza. Miles de siglas. Conozco algunas. Flechas o balas.


IV. Tengo todavía esa servilleta doblada adentro de un cuaderno. Espero volver algún día. Espero respuestas.
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