Juan Tío

Al borde de un río contaminado hasta la alevosía, está el barrio La Sarita. Paisaje prototípico del conurbano bonaerense, rodeado de frigoríficos inmensos, saturado de olores agrios, inundado a veces por las aguas del río, inundado siempre por la amenaza de las aguas del río. Se puede entrar por dos calles: el asfalto o la tierra. Yo voy por la tierra, siempre que no esté inundada.

Al fondo del barrio, al fondo del fondo de las barriadas, está “el galpón”. Yuxtaposición de proyectos edilicios truncos, está construido con paredes de tabla como si fuera zona portuaria, paredes derruidas levantadas con ladrillones de los viejos y, por último, una estructura que no pasa del metro de altura, al estilo escuela u hospital público (ladrillo hueco, imponentes cimientos de concreto). No puedo evitar una arqueología espontánea. Pienso que cada material habla de una etapa del movimiento, de una coyuntura barrial, de una situación nacional, de una negociación exitosa al principio con algún funcionario, producto quizás de los épicos cortes de ruta que se cuentan con ribetes de leyenda y odisea en cada taller de educación popular.

Mate dulce, dulcísimo. El fuego encendido desde temprano, aguardando el guiso del mediodía, una cumbia recurrente en insinuaciones guarangas traída desde lejos por el viento del sur bonaerense. Y ese olor terrible a vaca radioactiva faenada, a río de plomo. La huerta está al fondo del lote. Las pequeñas verduras asoman tímidas entre escombros, hierros, vidrios y bolsas de nylon. Pacientemente las manos curtidas de “los piqueteros” (término guerrero para esa anciana encorvada o la piba de 17 que dejó el carrito con su segunda hija a la sombra del paredón porque el sol está ardiendo) vuelven a agregar tierra negra, separan los yuyos, riegan y cosechan algo para la olla del comedor. El futuro siempre es la inundación. El ahogo de las plantas y las manos empezando de nuevo, reviviendo otra huerta.

El ritmo del hacha me llama. El hacha no es herramienta sino cuerpo. El hacha está fundida en los bazos de Juan, “el Tío” para los vecinos y compañeros. Verlo apilar cuidadosamente maderas tan distintas y golpear justo usando alternadamente el filo y el revés del hacha, me genera admiración. Pienso “esto es arte”.

El Tío vive en ese barrio tan urbano, pero no concibe dejar de lado el cuchillo filoso guardado en la media, ni separarse del bolso gastado con sus pertenencias más preciadas. Desde su historia de hachero y trabajador golondrina, parece que El Tío anda todavía un poco en el monte, y que en cualquier momento un contratista lo puede subir al camión para llevarlo lejos (hay que tener las cosas importantes encima). Capaz algún animal bravo o un paisano pasado de tragos, exige defenderse a cuchillo limpio. También la hoja filosa es útil para cortar un quesito, abrir una lata o destapar una botella de vino.

Cuando iniciamos el taller de educación popular, El Tío se acercaba pero hasta ahí nomás. Nunca en la ronda, siempre de afuera y dispuesto a encarar de nuevo el hachado si la cosa no le convencía.

Ya pasaron varios meses. Hoy conversamos sobre la identidad como trabajadores desocupados. Cada uno, cada una, cuenta su historia de vida y trabajo, comparte su palabra. El Tío escucha más que atento. Hasta apoya el hacha en el piso para sostenerse, en señal de que permanecerá ahí un rato respetable. Escucha a todos con detenimiento. Yo lo miro de a ratos tratando de leerle el gesto, de ver si está bien invitarlo a la palabra. Si se larga puede hablarnos mucho desde su andar de trabajador, tiene buena charla El Tío, y yo supongo que en su historia se desplegará -como un álbum de fotos- una parte importante de la historia de las clases populares argentinas.

Toma la palabra. Dice algo, no mucho. Alega que no quiere contar tanto por miedo a que no le creamos. Piensa que nosotros desconfiaríamos. Cómo un hombre que trabajó tanto, está hoy en su situación: sin casa, con poca ropa, lejos de su familia y, sobre todo, sin trabajo.

A la semana siguiente, El Tío me encara ni bien llego. “Vea”, me dice, y se sienta al borde de la mesa tosca. “Yo tenía miedo que no me crean, así que traje los papeles”. Del bolso va sacando libretas sanitarias, contratos y constancias relucientes cuidadas como un tesoro, conservadas minuciosamente dentro de folios y sobres. Observo membretes de empresas inglesas, firmas de doctores, foto 4 x 4 de El Tío joven. Después se larga a llorar y me cuenta que ayer se le murió la hermana en su Corrientes natal, y que él no puede viajar al velorio porque no tiene plata para el tren.

Cuando camino de vuelta hacia la avenida, bordeando el río, me pregunto cuántos durmientes de ese tren inalcanzable habrán nacido del hacha del Tío.
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La casa entre dos mundos

La casa de la abuela sostenida
en el aire escaso
de tiempo de la tarde;
mitad isla del Tigre, mitad barrio
Lugano de zanjas y baldíos.

-Dobranosh flisqui fli nanos.
(lo escribo tal cual suena,
memoria de mi niño)
ese soplo de voz
de noches blancas
destierra en infancia todo invierno.

- Paraduji parpaduji
Astafasqui nadabasqui.

Los ojos cerrados
detienen el viento.


Abuela río
abuela barro,
fina tajada de jamón
compartido
acontecer de una verdad.

La Europa guerra
borrada en nietos,
en la misma cama
donde parió a mi madre,

la muerte

apenas después
de la última
merienda de inocencia;

sólo para chicos ya
la niebla enlutaba la mirada
en la humanidad de nuestra cuadra.

Anticipo de despojo
la inundación se llevó
corral y patos,
del pueblo en la montaña,
aroma a nieve
en las laderas de sus sienes.


De esa mujer
alguna fé
para creer imposibles
más allá del mar,
de las lenguas y los pueblos;

el cuchillo rasga la feta,
desmiente su textura,
la abuela guarda la pieza,
casi intacta,
leve, intangible,
manos de pergamino,
muy blanca y dormida,
- beso de nube -
en esa caja
de madera marrón.
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El baile de la tanga y el peón rural

Una mirada rápida indica que no hay ni bosquejos de desabastecimiento. Es más, en el complejo de ventas La Salada, el lock out del campo no parece ser un tema de interés. A punto de cumplir la mayoría de edad, pero con ya varios de años de cuidarse sola, la feria más grande de Latinoamérica reposa en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, Argentina, Sudamérica.

A cinco cuadras del puente La Noria, entre el borde ennegrecido del Riachuelo y la calle Carriego, cinco mil esqueletos ladeados y oxidados sostienen de manera precaria a la feria de la Ribera, hija no reconocida por sus familiares de Punta Mogotes, Urkupiña y Cooperativa Ocean, por falta de papeles.

Estas tres últimas están registradas por el municipio y “pagan impuestos”. En ellas el alquiler de puestos no baja de 300 pesos. En cambio, en casa de la hija pobre de la Ribera por 50 ya hay trato con los “capangas”, dueños de las estructuras. Es que este campamento de pasillos constreñidos, con piso ganado a la barranca a fuerza de escombros y vigas, con pequeños puestos cubiertos de nailon con el logo de Carrefour, no está hecho para quienes sufren de vértigo: sino es la vista, es el olor el que señala la distancia por sólo centímetros de la turbidez del riachuelo. Lo cierto es que entre todas conforman este shopping de los pobres, periférico y cumbiero, donde ropa y calzado a precios irrisorios llevan la batuta.

La Ribera tiene forma de lombriz. Pero del contorno hacia adentro los colores se multiplican: jeans, zapatillas, equipos deportivos, ropa interior, discos, relojes, mochilas, carteras, se distribuyen entre los puestos. La muchedumbre compacta se desplaza casi en vilo. Todos buscan quedarse con lo mejor, en la mayor cantidad y al mejor precio. Los “carreros”, pibes de la zona, maniobran, entre los estrechos pasillos atiborrados, ciclópeos bultos al grito de “Ahí viene el carro”. Los perros, caseros e indiferentes, se rascan con parsimonia. La ausencia de carne, siquiera huesos, viene de antes del paro agrario.

En la feria casi no hay diálogos. Sólo consultas de precios y respuestas con número. El fruto de un acuerdo tácito que todos asumen -los precios no pueden estar más baratos- es la ausencia de regateos e insistencias. No es el único acuerdo tácito que sujeta a toda La Salada y su negocio de 9 millones de dólares semanales. Se calcula que el 50% de la ropa que se comercializa se vende en negro y que desde aquí se abastecen unas 300 ferias minoristas en todo el país.

La leyenda de “tierra de nadie” parece darse de bruces. Hasta el más distraído percibe que La Salada tiene leyes y organización propia. Comedores, salitas y seguridad. Diarios, radio y página de internet. Premios y castigos. Aquí los pactos de abusos y corrupción entre políticos, policías y jueces se custodian bravamente y más de una vez se han sellado con sangre. Y convertido en lógica pantomima los controles.

Indiferente a todo esto, la tanga a tres por diez pesos se exhibe sin pudores. La remera “Kosiuko” a ocho pesos y las “Nike” a 90, también. Los guardaespaldas de la legalidad despotrican en su contra y exigen mayor control. Lo cierto es que las ferias bajan las cifras del desempleo. Aunque, claro, creando ocupaciones precarias donde no existen los derechos laborales. Como tampoco para los que duermen al lado de la máquina en los talleres textiles clandestinos que en gran parte las abastecen. “También a Nike y Kosiuko”, grita solitaria y corajuda la tanga. Ella no vive del campo. Pero, aunque tal vez no lo sepa, las lógicas de producción imperantes la emparentan con un peón rural. Ambos en negro, ambos baratos, ambos olvidados. Ambos relegados de toda discusión. Los pools sojeros y las multinacionales textiles algún día deberán andarse con cuidado. Quién sabe si éstos dos no terminarán juntándose, reconociéndose y fundiéndose en algún tango o alguna chacarera.
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Charla de Vecinxs

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Madre

Llegar a la Unidad Penitenciaria nº 40 desde Buenos Aires no es fácil. Hay que cruzar el Puente La Noria y tomar por Camino de Cintura (ruta provincial 4) hasta la calle Colón, en Lomas de Zamora; meterse unas 15 cuadras hacia la izquierda, adentrándose en una zona de casillas precarias, descampado y calles de tierra. Allí, ningún cartel anuncia que a mitad de recorrido Colón cambia su nombre por Quiroga, ni que aquella del fondo es la calle Giaquino, donde hay que doblar a la derecha para recién entonces empezar a ver, recortada en el horizonte, la escalofriante figura del paredón perimetral, los pabellones carcelarios y las torres de control.

Para los familiares que, cada sábado al amanecer, se agrupan en las puertas del Penal para visitar a los internos, llegar resulta un tanto más sencillo: el colectivo 525 que va de Puente La Noria al centro de Lomas desvía su recorrido para llegar hasta unas pocas cuadras de allí.

Doña Ramona sale de su casa en Monte Chingolo a las 4, antes de que amanezca. Tendrá una hora de viaje hasta el centro de Lomas, y otros 50 minutos en el 525 hasta el Penal.

El horario de visita se inicia a las 7, pero muchos empiezan a llegar con la primera claridad de la mañana. En la garita al costado del portón principal reparten un número de ingreso por grupo familiar. De todas formas, una vez retirado el número hay que formar una fila para que se respete el orden de llegada. La mayor parte de los presentes son mujeres, por lo general mayores, de aspecto humilde y mirada triste. También hay algunos hombres y, en menor medida, algún muchacho o alguna chica: padres, hermanos o novias. Pero son las mujeres las que portan unos bolsones grandes de nailon, donde llevan algo de comida casera, facturas, cigarrillos y algún mantel. Algo llama la atención del aspecto de las señoras: ninguna usa polleras, ni bolsos de mano, ni hebillas para el pelo. Está prohibido el ingreso de mujeres en polleras, para evitar que las piernas despierten excitación en los hombres encarcelados; tampoco se puede entrar con más pertenencias que la documentación y los alimentos para el reo, que serán minuciosamente requisados. En medio del grupo de mujeres que se va haciendo cada vez más numeroso, está Doña Ramona. Sus ojos vidriosos permiten adivinar la amargura que le produce estar ahí, esperando pasar por tediosos controles, para ver durante unas pocas horas a su hijo. Aprovecha la espera para cruzar al quiosco que funciona a través de la ventana (enrejada) de una de las viviendas del lugar; allí consigue lo indispensable: tarjetas de teléfono, que en los pabellones se convirtieron en las nuevas monedas de intercambio; cigarrillos, principalmente de los baratos pero también Phillip Morris para las madres que pueden darle un lujo a sus hijos; facturas, por docena o sueltas; galletitas, y algún refresco para tomar antes de entrar cuando la espera se hace larga y el sol del verano empieza a calentar.

Ramona ya conoce a los demás; hace once meses que viene todos los sábados, y muchos de los otros visitantes, como ella, mantienen una asistencia perfecta. Las conversaciones en la cola que se arma para la entrada son las mismas que podrían escucharse en cualquier mercadito de barrio humilde: el aumento del colectivo y la falta de monedas, el programa de Susana Giménez, la fecha de pago del Plan Jefas y Jefes de Hogar, el orgullo por el trabajo en el puerto que consiguió el otro hijo, el tiempo que le falta a cada uno de los suyos para recuperar la libertad.

A las 7 en punto, una mujer joven, de pelo rubio y cejas oscuras, con uniforme celeste del servicio penitenciario y borceguíes pesados, anuncia sin ganas que las visitas irán pasando en grupos de a 10. El anuncio le cambia el ánimo a Ramona, que ya empieza a palpitar la ansiedad por el abrazo con que su hijo la recibe cada vez que la ve. Cuando toca su turno, traspasa el primer portón de entrada, dejando a sus espaldas el muro exterior. La sensación de encierro golpea sus esperanzas: una vez adentro ya no hay calle, ni quiosco, ni parada de colectivo: sólo el frío salón de recepción, con ventanas altas y enrejadas, que en cada caso dan a un espacio interno que sólo permite ver nuevos paredones grises, alambres de púa enredados en sus partes superiores, y guardias armados en vigilancia amenazante.

Llega al primer mostrador donde otras dos mujeres jóvenes verifican los datos: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Como si la computadora fuera un privilegio futurista, las jóvenes agentes penitenciarias se manejan con un viejo fichero de madera que contiene una tarjeta escrita a birome con los datos de cada interno. Como cada sábado desde hace 11 meses, verifican que su nombre esté en la lista de los familiares solicitados por el reo. Le retiran el documento y el número que le dieron al llegar, y le asignan otro número, ahora grabado en una tablita rectangular de madera.

Después del registro de entrada, la cola se repite, esta vez para dejar las mínimas pertenencias que las visitas aún llevan consigo: muchos depositan en una pequeña bolsa numerada su teléfono celular o su reloj; Ramona, sólo las llaves de la casa y el rosario que lleva al cuello y que también le hacen dejar.

La próxima espera –ella ya lo sabe- es para dejar el bolsón con la comida y las cosas que le trae al hijo. Esta vez: facturas, unas milanesas fritas con ajo y perejil (las preferidas de él), unos jugos en sobre, cuatro atados de Phillip Morris y dos tarjetas de teléfono. Debe dejar el bolso en una ventanilla, y lo retirará después de la revisión personal, para lo que se prepara a la cuarta espera. Ya son las 8.

Esta es la parte que menos le gusta, explicará la mujer de piel morena, caderas anchas y pelo lacio recogido, entrecano. No tanto el hecho de que le hagan quitarse los zapatos y la camisa, bajarse los breteles del corpiño, y con los pantalones por las rodillas, ponerse en cuclillas y correr a un costado su bombacha. (Esto no lo explica ella, por el lógico pudor; si bien el trato es cordial y la celadora sólo indica a Ramona qué hacer, sin siquiera tocarla, lo que buscan con las cuclillas y el corrimiento de la bombacha es que caiga cualquier presunto “canuto” que pudiera estar escondido entre las nalgas de la mujer). “La revisación no me molesta tanto”, dirá después, “ya que es cierto que algunos se aprovechan, sobre todo las chicas, para intentar pasarles cosas prohibidas a los muchachos”. ¿Entonces? “Lo que sí me molesta es que me pinten los dedos, a mí, como si fuera una delincuente, por el solo hecho de venir a ver a mi hijo. Después no tenés dónde limpiarte bien, y me dan ganas de llorar si pienso que él pueda ver la tinta manchando mis dedos”. Con el fichaje (ahora, de las impresiones digitales) de cada familiar, recién después de la revisación se pueden retirar los alimentos, medio destartalados por la requisa, por otra ventanilla.

Son las 9, y sólo falta el trámite final. En la entrada del comedor donde están las mesas de madera para el encuentro familiar, tiene que responder, otra vez: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Recién ahí lo mandan a llamar. Esos últimos cinco minutos de espera para Ramona son los más angustiantes, pero a la vez los más prometedores. La hacen atravesar los dos portones de rejas pesadas que la separan del salón comedor, y finalmente llega él. La dobla en estatura y en peso. El muchacho se inclina para que el abrazo la rodee por la espalda. Quedan así unos segundos, mientras resaltan, imponentes, las letras, rústicas, del tatuaje tumbero de su grueso brazo izquierdo: “MADRE”.

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Carmen

Los chicos de la copa de leche fueron durante largo tiempo dueños indiscutidos de Semillita, el galpón comunitario del MTD. Tomaban la merienda y disponían sin restricciones del espacio para jugar, correr y esconderse. Lo que se dice un placer.

Una tarde como otras, llegaron nubes negras anunciando la tormenta que aguaría la fiesta del juego. Empezaba el taller de alfabetización, “la escuelita” como se le dice en el movimiento. La escuelita constaba de un puñado de señoras muñidas de cuadernos y lápices, y de unos docentes jóvenes que usaban el pizarrón solo con tiza blanca y sin siquiera dibujar algo divertido. El colmo fue el pedido de silencio.

Es impactante ver la expresión desorientada en los rostros de los chicos cuando observan a sus abuelas, tías, mamás y vecinas aprendiendo lo que ellos aprenden en la escuela. No pueden creen que alguien grande no sepa lo que ellos saben, sobre todo si se trata de letras y números.

Los primeros meses de trabajo fueron una negociación permanente. Rogarle a los chicos que no respondieran al pasar las preguntas sobre qué letra hay que poner para que diga tal cosa, o qué me falta si quiero escribir MATE. Ellos realmente entendían la importancia de que la gente grande que no había podido ir a la escuela estuviera aprendiendo ahora. Se debatían entre el impulso lúdico-bullicioso, y el respeto sorprendido por la escuela de los grandes.

Lentamente fuimos logrando la convivencia, el compañerismo intergeneracional. Acercándonos a diciembre, los grandes charlamos durante una clase sobre ese camino de convivencia con los chicos de la copa de leche. Se venía el cumpleaños del MTD y se hacía un gran festejo en la canchita. Decidimos hacerle un regalo a nuestros compañeritos: durante el cumpleaños del movimiento les ofreceríamos un rincón para leerles cuentos y poesías. Como alfabetizador creo que son dos los motivos más sentidos por los que las mujeres quieren aprender a leer y escribir: ayudar a los hijos y nietos con la tarea de la escuela, y leerles cuentos. Como en los primeros cortes de ruta del conurbano, al nacer el siglo, las mujeres ponen el cuerpo y el esfuerzo por sus hijos. Pueden soportar su hambre, pero no el hambre de sus hijos. Pueden soportar no saber leer, pero se angustian al no poder ayudar a sus pibes con la tarea escolar. Todo ese significado traía el pequeño regalo para los chicos de la copa de leche.

Empezamos a mirar libros infantiles, fuimos eligiendo y practicando la lectura en voz alta. En todo el año yo no había visto tanto esmero y dedicación para ninguna actividad. Leer y releer una, dos, diez veces el cuento elegido. Recordar la expresividad de cada verso de las poesías.

Carmen había elegido “La vaca estudiosa”, de María Elena Walsh. Practicaba con sus nietas, les leía varias veces a la semana los versos, les preguntaba cómo le salía. En la clase previa al festejo del cumpleaños del movimiento, seguíamos repasando, haciendo rondas donde cada compañera leía y las demás escuchaban atentas para hacer correcciones y, claro, disfrutar. Una vez más Carmen, con los anteojos puestos y la mirada firme en la poesía, se larga a leer. Promediando la lectura, encara los versos que narran cómo la vaca de la Quebrada de Humahuaca “a pesar de que ya era abuela, un día quiso ir a la escuela”. Carmen saca los ojos de la hoja. Se le ilumina la cara. Como descubriendo el por qué eligió esa poesía, dice “¡Pucha, la vaca soy yo!
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