Madre

Llegar a la Unidad Penitenciaria nº 40 desde Buenos Aires no es fácil. Hay que cruzar el Puente La Noria y tomar por Camino de Cintura (ruta provincial 4) hasta la calle Colón, en Lomas de Zamora; meterse unas 15 cuadras hacia la izquierda, adentrándose en una zona de casillas precarias, descampado y calles de tierra. Allí, ningún cartel anuncia que a mitad de recorrido Colón cambia su nombre por Quiroga, ni que aquella del fondo es la calle Giaquino, donde hay que doblar a la derecha para recién entonces empezar a ver, recortada en el horizonte, la escalofriante figura del paredón perimetral, los pabellones carcelarios y las torres de control.

Para los familiares que, cada sábado al amanecer, se agrupan en las puertas del Penal para visitar a los internos, llegar resulta un tanto más sencillo: el colectivo 525 que va de Puente La Noria al centro de Lomas desvía su recorrido para llegar hasta unas pocas cuadras de allí.

Doña Ramona sale de su casa en Monte Chingolo a las 4, antes de que amanezca. Tendrá una hora de viaje hasta el centro de Lomas, y otros 50 minutos en el 525 hasta el Penal.

El horario de visita se inicia a las 7, pero muchos empiezan a llegar con la primera claridad de la mañana. En la garita al costado del portón principal reparten un número de ingreso por grupo familiar. De todas formas, una vez retirado el número hay que formar una fila para que se respete el orden de llegada. La mayor parte de los presentes son mujeres, por lo general mayores, de aspecto humilde y mirada triste. También hay algunos hombres y, en menor medida, algún muchacho o alguna chica: padres, hermanos o novias. Pero son las mujeres las que portan unos bolsones grandes de nailon, donde llevan algo de comida casera, facturas, cigarrillos y algún mantel. Algo llama la atención del aspecto de las señoras: ninguna usa polleras, ni bolsos de mano, ni hebillas para el pelo. Está prohibido el ingreso de mujeres en polleras, para evitar que las piernas despierten excitación en los hombres encarcelados; tampoco se puede entrar con más pertenencias que la documentación y los alimentos para el reo, que serán minuciosamente requisados. En medio del grupo de mujeres que se va haciendo cada vez más numeroso, está Doña Ramona. Sus ojos vidriosos permiten adivinar la amargura que le produce estar ahí, esperando pasar por tediosos controles, para ver durante unas pocas horas a su hijo. Aprovecha la espera para cruzar al quiosco que funciona a través de la ventana (enrejada) de una de las viviendas del lugar; allí consigue lo indispensable: tarjetas de teléfono, que en los pabellones se convirtieron en las nuevas monedas de intercambio; cigarrillos, principalmente de los baratos pero también Phillip Morris para las madres que pueden darle un lujo a sus hijos; facturas, por docena o sueltas; galletitas, y algún refresco para tomar antes de entrar cuando la espera se hace larga y el sol del verano empieza a calentar.

Ramona ya conoce a los demás; hace once meses que viene todos los sábados, y muchos de los otros visitantes, como ella, mantienen una asistencia perfecta. Las conversaciones en la cola que se arma para la entrada son las mismas que podrían escucharse en cualquier mercadito de barrio humilde: el aumento del colectivo y la falta de monedas, el programa de Susana Giménez, la fecha de pago del Plan Jefas y Jefes de Hogar, el orgullo por el trabajo en el puerto que consiguió el otro hijo, el tiempo que le falta a cada uno de los suyos para recuperar la libertad.

A las 7 en punto, una mujer joven, de pelo rubio y cejas oscuras, con uniforme celeste del servicio penitenciario y borceguíes pesados, anuncia sin ganas que las visitas irán pasando en grupos de a 10. El anuncio le cambia el ánimo a Ramona, que ya empieza a palpitar la ansiedad por el abrazo con que su hijo la recibe cada vez que la ve. Cuando toca su turno, traspasa el primer portón de entrada, dejando a sus espaldas el muro exterior. La sensación de encierro golpea sus esperanzas: una vez adentro ya no hay calle, ni quiosco, ni parada de colectivo: sólo el frío salón de recepción, con ventanas altas y enrejadas, que en cada caso dan a un espacio interno que sólo permite ver nuevos paredones grises, alambres de púa enredados en sus partes superiores, y guardias armados en vigilancia amenazante.

Llega al primer mostrador donde otras dos mujeres jóvenes verifican los datos: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Como si la computadora fuera un privilegio futurista, las jóvenes agentes penitenciarias se manejan con un viejo fichero de madera que contiene una tarjeta escrita a birome con los datos de cada interno. Como cada sábado desde hace 11 meses, verifican que su nombre esté en la lista de los familiares solicitados por el reo. Le retiran el documento y el número que le dieron al llegar, y le asignan otro número, ahora grabado en una tablita rectangular de madera.

Después del registro de entrada, la cola se repite, esta vez para dejar las mínimas pertenencias que las visitas aún llevan consigo: muchos depositan en una pequeña bolsa numerada su teléfono celular o su reloj; Ramona, sólo las llaves de la casa y el rosario que lleva al cuello y que también le hacen dejar.

La próxima espera –ella ya lo sabe- es para dejar el bolsón con la comida y las cosas que le trae al hijo. Esta vez: facturas, unas milanesas fritas con ajo y perejil (las preferidas de él), unos jugos en sobre, cuatro atados de Phillip Morris y dos tarjetas de teléfono. Debe dejar el bolso en una ventanilla, y lo retirará después de la revisión personal, para lo que se prepara a la cuarta espera. Ya son las 8.

Esta es la parte que menos le gusta, explicará la mujer de piel morena, caderas anchas y pelo lacio recogido, entrecano. No tanto el hecho de que le hagan quitarse los zapatos y la camisa, bajarse los breteles del corpiño, y con los pantalones por las rodillas, ponerse en cuclillas y correr a un costado su bombacha. (Esto no lo explica ella, por el lógico pudor; si bien el trato es cordial y la celadora sólo indica a Ramona qué hacer, sin siquiera tocarla, lo que buscan con las cuclillas y el corrimiento de la bombacha es que caiga cualquier presunto “canuto” que pudiera estar escondido entre las nalgas de la mujer). “La revisación no me molesta tanto”, dirá después, “ya que es cierto que algunos se aprovechan, sobre todo las chicas, para intentar pasarles cosas prohibidas a los muchachos”. ¿Entonces? “Lo que sí me molesta es que me pinten los dedos, a mí, como si fuera una delincuente, por el solo hecho de venir a ver a mi hijo. Después no tenés dónde limpiarte bien, y me dan ganas de llorar si pienso que él pueda ver la tinta manchando mis dedos”. Con el fichaje (ahora, de las impresiones digitales) de cada familiar, recién después de la revisación se pueden retirar los alimentos, medio destartalados por la requisa, por otra ventanilla.

Son las 9, y sólo falta el trámite final. En la entrada del comedor donde están las mesas de madera para el encuentro familiar, tiene que responder, otra vez: “¿Nombre del recluso? ¿Parentesco?”. Recién ahí lo mandan a llamar. Esos últimos cinco minutos de espera para Ramona son los más angustiantes, pero a la vez los más prometedores. La hacen atravesar los dos portones de rejas pesadas que la separan del salón comedor, y finalmente llega él. La dobla en estatura y en peso. El muchacho se inclina para que el abrazo la rodee por la espalda. Quedan así unos segundos, mientras resaltan, imponentes, las letras, rústicas, del tatuaje tumbero de su grueso brazo izquierdo: “MADRE”.

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