Carmen

Los chicos de la copa de leche fueron durante largo tiempo dueños indiscutidos de Semillita, el galpón comunitario del MTD. Tomaban la merienda y disponían sin restricciones del espacio para jugar, correr y esconderse. Lo que se dice un placer.

Una tarde como otras, llegaron nubes negras anunciando la tormenta que aguaría la fiesta del juego. Empezaba el taller de alfabetización, “la escuelita” como se le dice en el movimiento. La escuelita constaba de un puñado de señoras muñidas de cuadernos y lápices, y de unos docentes jóvenes que usaban el pizarrón solo con tiza blanca y sin siquiera dibujar algo divertido. El colmo fue el pedido de silencio.

Es impactante ver la expresión desorientada en los rostros de los chicos cuando observan a sus abuelas, tías, mamás y vecinas aprendiendo lo que ellos aprenden en la escuela. No pueden creen que alguien grande no sepa lo que ellos saben, sobre todo si se trata de letras y números.

Los primeros meses de trabajo fueron una negociación permanente. Rogarle a los chicos que no respondieran al pasar las preguntas sobre qué letra hay que poner para que diga tal cosa, o qué me falta si quiero escribir MATE. Ellos realmente entendían la importancia de que la gente grande que no había podido ir a la escuela estuviera aprendiendo ahora. Se debatían entre el impulso lúdico-bullicioso, y el respeto sorprendido por la escuela de los grandes.

Lentamente fuimos logrando la convivencia, el compañerismo intergeneracional. Acercándonos a diciembre, los grandes charlamos durante una clase sobre ese camino de convivencia con los chicos de la copa de leche. Se venía el cumpleaños del MTD y se hacía un gran festejo en la canchita. Decidimos hacerle un regalo a nuestros compañeritos: durante el cumpleaños del movimiento les ofreceríamos un rincón para leerles cuentos y poesías. Como alfabetizador creo que son dos los motivos más sentidos por los que las mujeres quieren aprender a leer y escribir: ayudar a los hijos y nietos con la tarea de la escuela, y leerles cuentos. Como en los primeros cortes de ruta del conurbano, al nacer el siglo, las mujeres ponen el cuerpo y el esfuerzo por sus hijos. Pueden soportar su hambre, pero no el hambre de sus hijos. Pueden soportar no saber leer, pero se angustian al no poder ayudar a sus pibes con la tarea escolar. Todo ese significado traía el pequeño regalo para los chicos de la copa de leche.

Empezamos a mirar libros infantiles, fuimos eligiendo y practicando la lectura en voz alta. En todo el año yo no había visto tanto esmero y dedicación para ninguna actividad. Leer y releer una, dos, diez veces el cuento elegido. Recordar la expresividad de cada verso de las poesías.

Carmen había elegido “La vaca estudiosa”, de María Elena Walsh. Practicaba con sus nietas, les leía varias veces a la semana los versos, les preguntaba cómo le salía. En la clase previa al festejo del cumpleaños del movimiento, seguíamos repasando, haciendo rondas donde cada compañera leía y las demás escuchaban atentas para hacer correcciones y, claro, disfrutar. Una vez más Carmen, con los anteojos puestos y la mirada firme en la poesía, se larga a leer. Promediando la lectura, encara los versos que narran cómo la vaca de la Quebrada de Humahuaca “a pesar de que ya era abuela, un día quiso ir a la escuela”. Carmen saca los ojos de la hoja. Se le ilumina la cara. Como descubriendo el por qué eligió esa poesía, dice “¡Pucha, la vaca soy yo!

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