El baile de la tanga y el peón rural

Una mirada rápida indica que no hay ni bosquejos de desabastecimiento. Es más, en el complejo de ventas La Salada, el lock out del campo no parece ser un tema de interés. A punto de cumplir la mayoría de edad, pero con ya varios de años de cuidarse sola, la feria más grande de Latinoamérica reposa en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, Argentina, Sudamérica.

A cinco cuadras del puente La Noria, entre el borde ennegrecido del Riachuelo y la calle Carriego, cinco mil esqueletos ladeados y oxidados sostienen de manera precaria a la feria de la Ribera, hija no reconocida por sus familiares de Punta Mogotes, Urkupiña y Cooperativa Ocean, por falta de papeles.

Estas tres últimas están registradas por el municipio y “pagan impuestos”. En ellas el alquiler de puestos no baja de 300 pesos. En cambio, en casa de la hija pobre de la Ribera por 50 ya hay trato con los “capangas”, dueños de las estructuras. Es que este campamento de pasillos constreñidos, con piso ganado a la barranca a fuerza de escombros y vigas, con pequeños puestos cubiertos de nailon con el logo de Carrefour, no está hecho para quienes sufren de vértigo: sino es la vista, es el olor el que señala la distancia por sólo centímetros de la turbidez del riachuelo. Lo cierto es que entre todas conforman este shopping de los pobres, periférico y cumbiero, donde ropa y calzado a precios irrisorios llevan la batuta.

La Ribera tiene forma de lombriz. Pero del contorno hacia adentro los colores se multiplican: jeans, zapatillas, equipos deportivos, ropa interior, discos, relojes, mochilas, carteras, se distribuyen entre los puestos. La muchedumbre compacta se desplaza casi en vilo. Todos buscan quedarse con lo mejor, en la mayor cantidad y al mejor precio. Los “carreros”, pibes de la zona, maniobran, entre los estrechos pasillos atiborrados, ciclópeos bultos al grito de “Ahí viene el carro”. Los perros, caseros e indiferentes, se rascan con parsimonia. La ausencia de carne, siquiera huesos, viene de antes del paro agrario.

En la feria casi no hay diálogos. Sólo consultas de precios y respuestas con número. El fruto de un acuerdo tácito que todos asumen -los precios no pueden estar más baratos- es la ausencia de regateos e insistencias. No es el único acuerdo tácito que sujeta a toda La Salada y su negocio de 9 millones de dólares semanales. Se calcula que el 50% de la ropa que se comercializa se vende en negro y que desde aquí se abastecen unas 300 ferias minoristas en todo el país.

La leyenda de “tierra de nadie” parece darse de bruces. Hasta el más distraído percibe que La Salada tiene leyes y organización propia. Comedores, salitas y seguridad. Diarios, radio y página de internet. Premios y castigos. Aquí los pactos de abusos y corrupción entre políticos, policías y jueces se custodian bravamente y más de una vez se han sellado con sangre. Y convertido en lógica pantomima los controles.

Indiferente a todo esto, la tanga a tres por diez pesos se exhibe sin pudores. La remera “Kosiuko” a ocho pesos y las “Nike” a 90, también. Los guardaespaldas de la legalidad despotrican en su contra y exigen mayor control. Lo cierto es que las ferias bajan las cifras del desempleo. Aunque, claro, creando ocupaciones precarias donde no existen los derechos laborales. Como tampoco para los que duermen al lado de la máquina en los talleres textiles clandestinos que en gran parte las abastecen. “También a Nike y Kosiuko”, grita solitaria y corajuda la tanga. Ella no vive del campo. Pero, aunque tal vez no lo sepa, las lógicas de producción imperantes la emparentan con un peón rural. Ambos en negro, ambos baratos, ambos olvidados. Ambos relegados de toda discusión. Los pools sojeros y las multinacionales textiles algún día deberán andarse con cuidado. Quién sabe si éstos dos no terminarán juntándose, reconociéndose y fundiéndose en algún tango o alguna chacarera.

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